Arreola
L a prensa literaria celebra los 100 años del nacimiento de Juan José Arreola (1918-2001). A los maestros de la novela, Yáñez, Revueltas, Rulfo y Fuentes, se agregó una obra central de las letras nacionales, la de Arreola. En su brevedad, poder expresivo, humor y cuidado formal, Varia invención (1949), Confabulario (1952), Bestiario (1959),
Confabulario total (1962), LaFeria (1963), Palindroma (1971) presentan a un escritor en el que la voluntad de estilo es uno de los temas centrales de su obra. Las miniaturas, demostró Arreola, pueden ser colosales. El constructor, el artesano de esta obra, como él mismo habría preferido llamarse, tiene un nombre que con los años se hizo familiar como maestro de la palabra, conversador infatigable, actor dentro y fuera de los escenarios, devoto del tenis de mesa y del ajedrez: el nombre de Juan José Arreola quedará asociado, sin embargo, al cumplimiento de la mayor ambición de todo escritor: dejar para la memoria unas cuantas páginas perfectas.
Línea por línea, y como sin querer, Arreola fue entregando breves obras maestras. Un maestro del cuento corto, si cuento podemos llamar a esos textos que mezclan el apunte aforístico con la revelación poética, el ejercicio del ensayo en un mosaico y el clímax súbito de la narración, la cita erudita y la llaneza, ciertamente artesanal, de una prosa que pide su continua frecuentación, más allá de la primera y asombrosa lectura. Julio Torri sería el único antecedente de esta prosa en México, pero la obra de Arreola supo apropiarse de varios maestros universales, expertos también en la mezcla de géneros literarios, del relato, el ensayo y la poesía: Marcel Schwob y Franz Kafka, Jorge Luis Borges y De Bertrand, Giovanni Papini y Charles Baudelaire.
Hay también el Arreola que encuentra la lengua española como una creación colectiva del uso popular; el Arreola que aprendió a gustar de las palabras de esta lengua desde su infancia en Jalisco. Hay un Arreola del simbolismo y un Arreola del refranero; el Arreola que escribe “Esa te conviene: la dama de pensamientos”, y el Arreola que escribe: “Los dos eran buenos y los dos se dieron en la madre”. No deja de ser curioso que una obra tan completa y autosuficiente sea en realidad una reunión de momentos que, como diría Borges, el tiempo y no el autor recogió.
Arreola fue escribiendo sus prosas como quien hace cuadros aislados que luego formarían un conjunto autónomo. Hay algo que le confiere a su obra una secreta unidad: la destreza verbal. Incluso el único libro de Arreola concebido como tal, La Feria, de 1963, es una falsa novela en el mejor de los sentidos: una sucesión de fragmentos, logrados en sí mismos, que dan al cabo la vida cotidiana en un pueblo mexicano. Arreola escribió cada texto como si fuera el último; así, cuando recogió el último de sus relatos en Palindroma, a su obra no le sobró ni le faltó más.