Dos voces del 68
Gamés conoce a Gilberto Guevara Niebla, imprescindible del 68, y ha leído su libro: 1968,largocamino ala democracia, y conoció aL uisGonzález de Alba y leyó su último ejemplar: T late lolco:aquellat arde
G il caminaba sobre la duela de cedro blanco en busca de alguna voz, de un eco verídico del movimiento estudiantil del 68. Gamés conoce a Gilberto Guevara Niebla, imprescindible del 68, y ha leído su libro: 1968, largo camino a la democracia (Cal y Arena, 2008). Gil conoció a Luis González de Alba y leyó su último libro:
Tlatelolco: aquella tarde (Cal y Arena, 2017). Gilga pone aquí estos párrafos. Guevara Niebla La mañana del 3 de octubre de 1968, me asomé por la pequeña claraboya de la celda en que me encontraba. Difícilmente vi un cuadro de césped recortado a la perfección, con la neblina flotando encima de él. Meses más tarde supe que, no había sido el único habitante de la Ciudad de México que ese día se sintió cercano a la neblina y extrañado de ver la ciudad, precisamente ese día, como suspensa. Tampoco fui el único impactado por el silencio de esa mañana. El silencio de México. Quizás esa neblina y ese silencio fueron lo único agradable, o con más exactitud: lo único neutral, de mi estancia en ese sitio. Eso y la novela de Somerset Maugham, La
luna y seis peniques, que me prestó el general que dirigía la prisión del Campo Militar número 1, pocos días después; me trataban “bien” luego de los golpes y la tortura. El general Limón me ofreció esa novela diciéndome con el tono retórico de los viejos militares: “Tú eres un buen muchacho, con aficiones intelectuales. No sé cómo te metiste en esto. Aún puedes recapacitar. Te dejo este libro”: Leí la novela de Maugham ese mismo día. He leído y releído otras cosas de Maugham. No La luna y seis peniques.
Cuatro días antes, la noche del 1 de octubre de 1968, hubo una reunión de los dirigentes principales del Consejo Nacional de Huelga, que llevaba cerca de tres meses de encabezar el activismo estudiantil. Empezaron a pasar cosas raras. En una sesión, Luis Tomás (Cabeza de Vaca) exhibió ante el pleno una pistola colgada al cinturón y habló de que tenía armas para repartir. Al llegar a una reunión, uno de los líderes, Sócrates Amado Campos Lemus y otros compañeros del Politécnico mostraron de pronto y cínicamente pistolas de calibre muy alto. Hasta ese momento nunca se había planteado la menor posibilidad de recurrir a las armas como una opción defensiva. Sócrates y otros cercanos a él propusieron la integración de “columnas”, gente armada para proteger a los líderes, particularmente a Raúl Álvarez Garín y a mí. Argumentaban que en los últimos mítines había mucha gente sospechosa y que había peligro de un atentado contra los líderes del CNH. González de Alba Eran las 6 y 10 de la tarde. Vi reaparecer a los soldados ya sobre la Plaza. La gente, aunque los tenía a sus espaldas, también lo supo. Avisada por los últimos, se echó a correr hacia el Chihuahua. Sonaron balazos a la distancia. No supe de dónde. Luego dos helicópteros hicieron movimientos circulares sobre la Plaza. Cayeron dos bengalas, verde y roja. Desde el barandal del Chihuahua vi que, al borde de la Plaza, que termina en escalones, la gente se había frenado en su carrera y los de atrás caían sobre los de adelante. Me preguntaba el motivo de haberse frenado de forma tan intempestiva, cuando a mis espaldas hubo gritos en los cubos de los escaleras. Las voces llegaron al tercer piso: “¡Ahora les vamos a dar su revolución, hijos de su puta madre!”. […] Ya no vi a mis amigos del CNG. Un mes después, y en Lecumberri, supe que al oír los gritos y ver a los empistolados habían buscado escapar y sólo podían subir, así que corrieron escaleras arriba. Pero el Chihuahua no tiene azoteas colindantes con otros edificios, no puede uno saltar por azoteas y bajar hacia una calle como un vecino más que sale a comprar el pan. Les abrieron en un departamento del quinto piso que no mira a la Plaza, sino hacia el interior de la Unidad Habitacional. Cerraron la puerta y guardaron silencio. Estaban Gilberto Guevara, El Búho, Anselmo Muñoz, Pablo Gómez y otros. […] A mis lados vi a dos jóvenes disparando sobre la gente, al azar, aquí y allá, un grandote a mi derecha, un chaparrito a mi izquierda. Dato notable: disparaban sin protegerse, no hacían como ve uno en cine de guerra que se escudaban los soldados detrás de un muro, se asomaban un segundo al disparar y volvían a protegerse: No, nada de eso, y tenían para cubrir el cuerpo las columnas de concreto del edificio; pero no las usaban, disparaban a pecho descubierto, tranquilos, seguros, aunque el Ejército regular, de uniforme, ya estaba sobre la Plaza. ¿No temían que los soldados les respondieran el fuego? Todo es muy raro, caracho, como diría Arthur Miller: El paso del tiempo condena al olvido la memoria de un país.