Luis González de Alba
Tlatelolco:aquellatarde, del autor referido (Cal y Arena, 2016), es una suerte de testamento de su paso protagónico por el movimiento estudiantil de 1968
G
il terminaba la semana hecho pinole. Caminó sobre la duela de cedro blanco y llegó como llevado por la mano del destino a un libro: Tlatelolco: aquella tarde, de Luis González de Alba (Cal y Arena, 2016), una suerte de testamento de su paso protagónico por el movimiento estudiantil de 1968. Gil arroja a esta página del fondo algunos párrafos de este libro de la memoria, de la crítica, enemigo de la leyenda, de esa forma de la mentira que es la mitificación. Tengo prisa: el cáncer de piel que tres de mis cuatro abuelos me heredan sin duda, y de la cuarta, mi abuela paterna, no sé, me ha llamado ya un par de veces […]. ¿Y la prisa? Se debe a que el movimiento estudiantil del 68, que cumplirá ya 50 años a la vuelta de la esquina, y los hechos de Tlatelolco, se han llenado de expertos que no estuvieron allí ni vieron nada: el mito gana terreno. Carlos Monsiváis, que sí participó en marchas y mítines, así como en la Asamblea de Intelectuales y Artistas, escribió una buena crónica de la manifestación silenciosa (que no es, no, no es la encabezada por el rector: no se hagan bolas). Pero luego, en libro conjunto con Julio Scherer asienta que los hechos de Tlatelolco el 2 de octubre demuestran la perfecta sincronización de las fuerzas represivas…
Demuestran, exactamente, lo contrario. Respondí en artículo titulado “El cronista sin crónica”: Monsiváis no estuvo en Tlatelolco y lo que vimos quienes allí fuimos detenidos, en particular los detenidos en el tercer piso del edificio Chihuahua, es, sin duda, lo contrario: la absoluta desorganización, la falta de mandos, la enorme confusión entre los primeros agresores, de civil, y la tropa regular, de verde. Los soldados siempre pensaron que desde arriba les disparábamos nosotros, los estudiantes: no vieron el cambio de unos jóvenes por otros, la sustitución por quienes, similares en aspecto, ya ocupaban la tribuna del mitin [el Batallón Olimpia]. En casi tres años de cárcel (octubre 68-abril 71) y largas sobremesas con jarras de café, los presos a causa del 68 hicimos, sin pensarlo, una versión coral de los hechos ocurridos la tarde del 2 de octubre en Tlatelolco. Esa versión coral fue útil, en su momento, para oponer a la infamia que sostenía el gobierno: éramos culpables de haber masacrado nuestro propio mitin con el fin de darle un “levantón” a un movimiento alicaído y el Ejército no había hecho otra cosa que impedir que acribilláramos a más. Un mes después, ya en Lecumberri, me entero de que los demás dirigentes no fueron detenidos allí. Al oír los primeros gritos: “¡Ahora les vamos a dar su revolución!”, algunos subieron escaleras que no llevaban a ninguna parte porque no hay azoteas colindantes con el Chihuahua. Pero en ese momento no se piensa. Gilberto Guevara, Eduardo Valle, Anselmo Muñoz, Pablo Gómez y otros lograron entrar a un departamento en el quinto piso y se encerraron, me relata cada uno. A mediados de 1969, mientras los dirigentes seguíamos presos o fuera de México para evitar la cárcel, la prensa continuaba mostrándonos como los cana- llas que no habían dudado en matar a su propia gente. La tarde en que celebramos nuestro último mitin, el de Tlatelolco, no hubo soldados de uniforme disparando contra la multitud, sino contra francotiradores apostados en torno a la Plaza de las Tres Culturas y, muy en especial, en el edificio Chihuahua. Esa mañana en casa del rector, Andrés Caso intervino para evitar la ruptura y calmar los ánimos. Quedamos en reanudar las pláticas al día siguiente, 3 de octubre, en la Casa del Lago. Por lo mismo, no había mitin más seguro que el de esa tarde: dábamos la noticia del inicio de las pláticas para encontrar soluciones. De todas formas, acordamos no asistir al mitin de Tlatelolco porque era posible que nos detuvieran a pesar de las negociaciones. Asistimos todos. Nos detuvieron a todos. Eran las 6 y 10 de la tarde. Vi reaparecer a los soldados ya sobre la Plaza. La gente, aunque los tenía a sus espaldas, también lo supo. Avisada por los últimos, se echó a correr hacia el Chihuahua. Sonaron balazos a la distancia. No supe de dónde. Luego dos helicópteros hicieron movimientos circulares sobre la Plaza. Cayeron dos bengalas, verde y roja. Desde el barandal del Chihuahua vi que, al borde de la Plaza, que termina en escalones, la gente se había frenado en su carrera y los de atrás caían sobre los de adelante. Me preguntaba el motivo de haberse frenado de forma tan intempestiva, cuando a mis espaldas hubo gritos en los cubos de los escaleras. Las voces llegaron al tercer piso: “¡Ahora les vamos a dar su revolución, hijos de su puta madre!”. […] Ya no vi a mis amigos del CNH. Sí: los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero se acerca con la charola que sostiene el Glenfiddich 15, Gamés pondrá a circular por el mantel tan blanco la frase de Shakespeare por el mantel tan blanco: La memoria es el centinela del cerebro.