Mariela Solís Ser emocionalmente fuerte también depende de otros
N o es tan común, pero a muchas personas nos pasa que, cuando alcanzamos un nivel de estrés muy alto, necesitamos “apagarnos”. Decidimos tomar unas vacaciones, hacer algún tipo de paseo. Pero hay personas que tienen otro tipo de desfogue. Algunos de estos tipos pueden sonarnos o parecernos en extremo raros, chocan con lo que consideramos “normal” o adecuado. Esto no significa que el control de las emociones o del estrés en estas personas esté mal, solo que no tienen las mismas experiencias de vida que nosotros o los mismos mecanismos para controlar sus emociones. Una tía, por ejemplo, hornea pasteles que después va a entregar a las salas de espera de los hospitales. Un colega del trabajo sentía la necesidad de terminar temporalmente todo contacto con el mundo. Así funcionamos.
Entonces, ¿qué pasa cuando una persona no sabe controlar su estrés o sus emociones? ¿Cómo saber la diferencia?
Aunque pensemos que nosotros podemos ser “emocionalmente inteligentes”, existirán ocasiones donde no tengamos buenas reacciones al estrés, la ansiedad o el enojo. Esto no define el carácter de una persona, sino solo cómo procesa emociones y cómo permite que salgan o pasen a través de su cuerpo, mente o espíritu.
No obstante, como tendemos a medir las cosas desde nuestra propia perspectiva o experiencia no somos muy dados a ser empáticos con estas reacciones. Tomemos el ejemplo de las mamás. Es muy conocido que somos resultado de las experiencias y de los apegos de nuestros antepasados. Entonces, a veces, tendemos a mostrar actitudes que semejan aquellas que nuestras madres o padres muestran. Muchos crecemos con la idea de que educaremos y reaccionaremos de manera distinta cuando sea el turno de educar a nuestros propios hijos y, en ocasiones, nos encontramos diciendo hasta las mismas frases o tomando las mismas actitudes. Nos enojamos y reaccionamos igual. Incluso reprendemos y castigamos igual. ¡Tanto que nos esforzamos en no convertirnos en nuestros padres y hacemos lo mismo!
Pero, está bien. Sabemos que fuera de la reacción, no somos iguales a nuestros padres y, en el mejor y más sano de los casos, intentamos corregir estas reacciones y “enmendar” el camino. Entonces encontramos nuestras formas de mostrarles amor a nuestros hijos. Aprendimos la lección.
Una persona puede trabajar en sí misma todo lo que necesite, siempre y cuando sepa que, al final, este trabajo también debe ser puesto al servicio de sus relaciones con otros. De otra forma, uno puede buscar guías espirituales, religiosas, psicológicas o de cualquier tipo, pero al estar integrados a una sociedad basada en las relaciones humanas, de nada sirve ser un “iluminado” si no hemos podido dominar cómo reaccionamos a la frustración, al carácter de otros, al rechazo, a las peleas, al mal humor, a la muerte o a las crisis. En suma, la manera en que trabajamos en nosotros determina la forma en la que nos relacionemos (bien, mal o disfuncionalmente) con otros.
Por eso, salgamos de la cueva y no le temamos a las emociones que causamos o que otros causan en nosotros y aprendamos, absorbamos y aceptemos cada emoción o situación como una forma de acercarnos y amarnos más.
Nos leemos pronto.