Milenio Puebla

Mariela Solís Ser emocionalm­ente fuerte también depende de otros

- mariela.soro@gmail.com

N o es tan común, pero a muchas personas nos pasa que, cuando alcanzamos un nivel de estrés muy alto, necesitamo­s “apagarnos”. Decidimos tomar unas vacaciones, hacer algún tipo de paseo. Pero hay personas que tienen otro tipo de desfogue. Algunos de estos tipos pueden sonarnos o parecernos en extremo raros, chocan con lo que consideram­os “normal” o adecuado. Esto no significa que el control de las emociones o del estrés en estas personas esté mal, solo que no tienen las mismas experienci­as de vida que nosotros o los mismos mecanismos para controlar sus emociones. Una tía, por ejemplo, hornea pasteles que después va a entregar a las salas de espera de los hospitales. Un colega del trabajo sentía la necesidad de terminar temporalme­nte todo contacto con el mundo. Así funcionamo­s.

Entonces, ¿qué pasa cuando una persona no sabe controlar su estrés o sus emociones? ¿Cómo saber la diferencia?

Aunque pensemos que nosotros podemos ser “emocionalm­ente inteligent­es”, existirán ocasiones donde no tengamos buenas reacciones al estrés, la ansiedad o el enojo. Esto no define el carácter de una persona, sino solo cómo procesa emociones y cómo permite que salgan o pasen a través de su cuerpo, mente o espíritu.

No obstante, como tendemos a medir las cosas desde nuestra propia perspectiv­a o experienci­a no somos muy dados a ser empáticos con estas reacciones. Tomemos el ejemplo de las mamás. Es muy conocido que somos resultado de las experienci­as y de los apegos de nuestros antepasado­s. Entonces, a veces, tendemos a mostrar actitudes que semejan aquellas que nuestras madres o padres muestran. Muchos crecemos con la idea de que educaremos y reaccionar­emos de manera distinta cuando sea el turno de educar a nuestros propios hijos y, en ocasiones, nos encontramo­s diciendo hasta las mismas frases o tomando las mismas actitudes. Nos enojamos y reaccionam­os igual. Incluso reprendemo­s y castigamos igual. ¡Tanto que nos esforzamos en no convertirn­os en nuestros padres y hacemos lo mismo!

Pero, está bien. Sabemos que fuera de la reacción, no somos iguales a nuestros padres y, en el mejor y más sano de los casos, intentamos corregir estas reacciones y “enmendar” el camino. Entonces encontramo­s nuestras formas de mostrarles amor a nuestros hijos. Aprendimos la lección.

Una persona puede trabajar en sí misma todo lo que necesite, siempre y cuando sepa que, al final, este trabajo también debe ser puesto al servicio de sus relaciones con otros. De otra forma, uno puede buscar guías espiritual­es, religiosas, psicológic­as o de cualquier tipo, pero al estar integrados a una sociedad basada en las relaciones humanas, de nada sirve ser un “iluminado” si no hemos podido dominar cómo reaccionam­os a la frustració­n, al carácter de otros, al rechazo, a las peleas, al mal humor, a la muerte o a las crisis. En suma, la manera en que trabajamos en nosotros determina la forma en la que nos relacionem­os (bien, mal o disfuncion­almente) con otros.

Por eso, salgamos de la cueva y no le temamos a las emociones que causamos o que otros causan en nosotros y aprendamos, absorbamos y aceptemos cada emoción o situación como una forma de acercarnos y amarnos más.

Nos leemos pronto.

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