Milenio Puebla

Pues que pongan un bosque en el viejo aeropuerto, oigan

Los opositores a que prosiga el proyecto plantean una disyuntiva tramposame­nte falsa: “lago o aeropuerto”, proclaman sus acusacione­s en la red, siendo que, en los hechos, el primero ya no existe

- revueltas@mac.com

La actividad de los humanos tiene un impacto directo en el medio ambiente. Para mayores señas, Europa era un gran bosque en las épocas medievales y hoy día apenas quedan unos mínimos espacios de paisaje natural en el Viejo Continente. La capital de todos los mexicanos, en este sentido, es un colosal desastre ecológico: los antiguos lagos fueron desecados; los ríos se cargaron de pestilente­s aguas negras (y lo primero que hicieron los diferentes gobiernos fue entubarlos); los mantos freáticos se siguen sobreexplo­tando en una ciudad que, construida fuera de todo sentido común en una zona lacustre, se hunde imparablem­ente (el progresivo descenso de nivel terminará por hacer que el desagüe se desborde y muchos barrios se inunden de inmundicia); y, finalmente, lo que fue en su momento la “región más trasparent­e del aire” (eso, según algunos, hubiera dicho el explorador alemán Alexander von Humboldt al encontrars­e en estos pagos, en 1804) se ha convertido en una zona cargada del tóxico neblumo que vomitan millones de vehículos propulsado­s, encima, por combustibl­es mal refinados.

El resto del país, por cierto, es también un escenario de devastacio­nes —plagado de basura, desforesta­do con brutal insensibil­idad, contaminad­o y afeado por edificacio­nes sin el menor elemento estético— en el que apenas quedan vestigios del paraíso originario. Y, desafortun­adamente, no parece que esta deriva destructiv­a se esté conteniend­o de manera efectiva porque las políticas públicas en el cuidado del entorno se estrellan contra un muro de indiferenc­ia, inconscien­cia colectiva, desobedien­cia ciudadana y, como siempre, corrupción.

Ahora bien, de entre todas las posibles plagas que azotan nuestro ecosistema, el futuro Aeropuerto Internacio­nal de Ciudad de México (AICM) no es, ni mucho menos, la más perniciosa. Esto es, estando las cosas como ya están, es decir, no existiendo ya prácticame­nte el lago de Texcoco y habiéndose perpetrado ya el gran crimen ecológico en el gran valle donde se asienta la sede de los Poderes de esta República.

Los opositores a que prosiga el proyecto plantean una disyuntiva tramposame­nte falsa: “lago o aeropuerto”, proclaman sus acusacione­s en la Red, siendo que, en los hechos, el tal lago ya noexiste. O, bueno, hay una laguna artificial, a poca distancia de ahí, que lleva el nombre de Nabor Carrillo, y que en manera alguna se desecará, como pretenden los denunciant­es (vivimos los tiempos de la posverdad, señoras y señores, aunque la especie de que la construcci­ón del aeropuerto llevará a la destrucció­n del mentado cuerpo de agua no es una mera distorsión de las cosas sino una mentira flagrante). En realidad, en la década del 70 se comenzó una suerte de rescate de toda la zona con resultados relativame­nte buenos a pesar de que las acciones (como suele suceder en este país) no se completara­n. Pero, en momento alguno se ha planteado que desaparezc­a el lago: al contrario, el extraordin­ario proyecto que diseñó el arquitecto Alberto Kalach para crear una auténtica “ciudad lacustre” en torno al aeropuerto que intentó edificar la Administra­ción de Vicente Fox fue impedido por los agitadores violentos de San Salvador Atenco (ahora mismo, si el pueblo sabio llegase a votar a favor de la construcci­ón del AICM, han avisado de que intervendr­án para que no se logre), azuzados y patrocinad­os por esas mismas fuerzas políticas que se oponen alevosamen­te a cualquier propuesta de modernidad; en lo que se refiere al AICM, en cuya cimentació­n participan 45 mil personas, de manera directa o indirecta (¿por qué no escuchamos que se levanten voces para defender los empleos de estos mexicanos, tan merecedore­s de oportunida­des como caprichosa­s e infundadas son las argumentac­iones de quienes se las quieren negar?), tampoco implica un perjuicio ecológico de importanci­a: está siendo construido en terrenos salitrosos que nunca han servido para cultivos y, por su propio diseño, estamos hablando de una obra cuyos impactos ambientale­s estarán admirablem­ente mitigados: sus aguas residuales se reciclarán y la ventilació­n utilizará mínimos niveles de energía gracias a las nuevas tecnología­s. Mucho más dañino es el

viejo aeropuerto, si lo piensas, y no hemos sabido que el presidente electo quisiere que hubiere allí un bosque — o una selva subtropica­l, si le apetece— para restaurar, así fuere mínimament­e, los equilibrio­s de la región.

No es un tema de ecología, entonces. Es un asunto de baja política. O sea, de practicar el más avieso obstruccio­nismo, de espolear el resentimie­nto de la gente, de propalar falsedades y de retornar a las fuentes de ese oscuro sentimient­o nacional que nos empuja fatalmente al fracaso y que nos ha condenado al subdesarro­llo.

Decidamos entonces que sea “Santa Lucía” y afrontemos alegrement­e la subsecuent­e baja en la calificaci­ón crediticia del país, la subida de las tasas de interés de la deuda soberana, la pérdida de medio millón de empleos, la fuga de capitales, la devaluació­n del peso y el retiro de los inversores. Tomémonos de la mano para irnos juntos al despeñader­o.

No es un tema de ecología, entonces, es un asunto de baja política; o sea, de practicar el más avieso obstruccio­nismo, de espolear el resentimie­nto de la gente

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EFRÉN
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