Milenio Puebla

Aeropuerto, memoria

- RAFAEL PÉREZ GAY rafael.perezgay@milenio.com Twitter: @RPerezGay

V engo de un tiempo en el cual el aeropuerto de Ciudad de México era tan pequeño que quienes despedíamo­s a un viajero podíamos salir al aire libre y decir adiós detrás de un barandal de hierro, a unos metros de la aeronave. La compañía de aviones se llamaba Aeronaves de México. El viajero contestaba con la mano en alto antes de subir a la escalerill­a del avión. Una de las diversione­s de esa ciudad perdida en mi memoria consistía en ver los despegues y los aterrizaje­s.

En ese aeropuerto despedimos a mi hermano mayor a principios de los años 70. Viajar a Alemania entonces significab­a algo terrible, un abandono, un adiós casi definitivo. En esa ciudad y este recuerdo, la familia se había mudado de casa una noche antes del viaje de mi hermano. En la calle Herodoto, en la colonia Anzures, mi padre había rentado un departamen­to amueblado. No sé adónde fueron a parar los muebles de la casa anterior. Yo tenía un rifle y le disparaba a mi hermano, me llevaba 14, con disparos guturales, él se fingía herido y se tiraba en la cama con la mano en el corazón.

La mañana que despedimos a mi hermano, la familia estaba lista a las 8. Un padre, una madre, tres hijas y un niño de siete años. El niño soy yo. Después de las descargas de mi rifle, mi hermano me leyó una página de Plateroyyo, de Juan Ramón Jiménez. Esa noche, en la víspera del viaje, entre maletas y mortificac­iones, aprendí a leer. Las palabras, una tras otra, disparaban significad­os.

Debimos ir al aeropuerto en taxi porque el dinero no daba para coche propio. Si mi memoria no miente, en ese tiempo se había inaugurado el viaducto Miguel Alemán. Patiné sobre mis zapatos en el piso encerado del aeropuerto. Largo rato en el mostrador de Lufthansa. Papeleos, maletas, mi hermano era un manojo de nervios. Pobre.

Amigos de la universida­d le llevaron a mi hermano un mariachi. De verdad, un mariachi, las emociones nos llevan a extraños abismos. No recuerdo si tocaron “Las Golondrina­s”, qué sé yo. Lágrimas. Varias ceremonias del adiós, incluyendo la mía con mi hermano en cuclillas. Van a perdonar el momento de cine mexicano, al final solo el melodrama es nuestro:

—Bueno, Manis. Me escribes cosas y cuidas a mamá.

En el barandal, al aire libre, mi madre me cargó para decir adiós. Una puerta blanca devoró a mi hermano. El avión tomó carretera y enfiló a la pista. Desde el fondo de una avenida, entre separacion­es de pasto seco, vimos que aquel enorme artefacto levantaba la nariz, tomaba altura y se perdía sobre las nubes de Ciudad de México.

El regreso a casa fue un funeral. Mis hermanas en llanto. Mi madre, lo mismo. Papá me llevaba de la mano, me la apretaba. Yo reconocía sin problema la calle Melchor Ocampo, la vuelta en Copérnico y luego la entrada a Herodoto.

Les juro que esta pequeña reproducci­ón no tiene ningún interés político. La palabra aeropuerto me recordó esto que escribí en El

cerebro de mi hermano y desde luego me lo recordó a él. Siempre es buena la memoria.

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