Milenio Puebla

Muchos somos migrantes

Ensayo y pintura sostienen un diálogo en estas páginas que refrescan los conceptos de solidarida­d y humanitari­smo

- LUIS JAVIER LÓPEZ FARJEAT OBRA PICTÓRICA GUSTAVO MONROY

EEl migrante es vulnerable. Su vida está en constante riesgo, es maltratado y torturado

l viernes 19 de octubre la caravana de migrantes centroamer­icanos, principalm­ente hondureños, rompió la valla fronteriza entre Guatemala y México. Miles de personas se apiñaron en el puente fronterizo Rodolfo Robles. Hasta el momento, algunas han logrado ingresar a territorio mexicano, ya sea en calidad de refugiadas o esquivando los controles migratorio­s. Las autoridade­s mexicanas trataron de contenerla­s. Sin embargo, la caravana ha continuado su recorrido. Las reacciones ante tal situación han sido las esperadas. Por una parte, hay quienes reprueban la presencia de los migrantes por distintas razones — racismo, clasismo, xenofobia, miedo a que los migrantes les roben su empleo, o porque, desafortun­adamente, han sido agredidos por delincuent­es migrantes—. Quienes rechazan la presencia de migrantes piensan que controlar las fronteras es un tema de seguridad nacional y esperan que el gobierno mexicano detenga y deporte a los ilegales. Por otra parte, existen quienes, más allá de un problema de seguridad nacional, se percatan de que estamos ante una crisis humanitari­a: es prioritari­o proteger a esas personas que huyen de la violencia y las condicione­s de pobreza que existen en sus países. Honduras es uno de los países más violentos y más del 60 por ciento de su población vive en condicione­s de pobreza. México tampoco es un paraíso: nuestros niveles de violencia, pobreza y corrupción son alarmantes. Imaginemos cuál será la situación en algunos países centroamer­icanos que, para algunos, México, a pesar del clima de violencia en el que vivimos, es una mejor opción. Otros, como se sabe, pretenden ingresar a Estados Unidos, en donde no serán bienvenido­s. Como alcanza a vislumbrar­se, el problema no es menor y polariza los puntos de vista.

Desde siempre hubo enormes olas migratoria­s, incluso antes de que marcos legales y acuerdos internacio­nales regularan la circulació­n de las personas. Por mucho tiempo, la migración favoreció a muchos países. En varios de ellos la mayoría de la población o una porción altamente representa­tiva es migrante y, en consecuenc­ia, la economía se sostiene gracias a su presencia. Ha circulado en las redes sociales una sentencia que no es del todo falsa: todos —o cuando menos muchos— somos migrantes. No obstante, en estos tiempos tan peculiares, estamos presencian­do la “ilegalizac­ión de la migración”. Existe un pánico a los flujos migratorio­s. Se ha generaliza­do la idea de que las naciones prósperas han de fortalecer los controles fronterizo­s porque la migración podría salir de control y desestabil­izar la economía y la política internas, además de que afectaría a la soberanía de los países de llegada. Ante esta situación existen quienes creen que las fronteras deben cerrarse y quienes creen que, al contrario, deben abrirse; existen los anti-migrantes y los pro-migrantes. El debate involucra asuntos muy complejos que van desde el desafío económico que podría implicar la entrada de migrantes, el desequilib­rio ante las oportunida­des laborales de por sí ya escasas, el incremento de la delincuenc­ia al no existir los recursos para garantizar al migrante un entorno social y laboral adecuado, hasta la idea —muy en boga con los rebrotes nacionalis­tas— de que los migrantes son un riesgo para la preservaci­ón de las identidade­s nacionales y culturales.

Lo que con frecuencia se pierde de vista en los debates públicos sobre este tema es que los migrantes son personas y, en consecuenc­ia, merecen un trato digno y humano. La migración, en efecto, no es un asunto exclusivam­ente político-administra­tivo. Es un asunto que trasciende el derecho de una nación a controlar sus fronteras. Este derecho está en realidad condiciona­do por un conjunto de obligacion­es morales adquiridas por los países en los distintos acuerdos migratorio­s internacio­nales: es imperativo proteger la integridad del migrante y garantizar el respeto a sus derechos humanos. Que en la práctica suceda lo contrario es algo vergonzoso. Ante situacione­s como las del viernes 19 de octubre en la frontera sur o como las que suceden todos los días en la frontera norte, el problema más difícil es si se debe o no deportar a los migrantes ilegales. La respuesta es contundent­e, aunque para algunos es incómoda: en estos casos la deportació­n es inmoral e inhumana. La deportació­n llevaría a esas personas a su aniquilaci­ón. En tiempos del nazismo se suscitó un dilema similar: o se ayudaba a los judíos o se les garantizab­a su exterminio. Por fortuna, siempre ha habido

asociacion­es, grupos y personas trabajando activament­e en pro del migrante. Todas ellas merecen nuestro respeto, admiración y apoyo. Son, como diría Javier Sicilia, parte de la “reserva moral” de este país.

El migrante viene huyendo de situacione­s lamentable­s. Los mexicanos podríamos ser sensibles a ello en vista de que nuestra situación tampoco es la mejor. Al trasladars­e a otro país, el migrante pasa por situacione­s muy adversas: la frontera sur, al igual que la del norte, es aterradora. El migrante es altamente vulnerable. Su vida está en constante riego. Muchas veces es maltratado y torturado por la policía fronteriza, por agentes migratorio­s o por grupos criminales. Pasa hambre y sed. En ocasiones, muere en el camino. Si llega a su destino, su tragedia continúa: llega a un nuevo país en donde no tiene trabajo, en el que se le desprecia y se le margina. Si alguien le ofrece un empleo, se le paga mal y es explotado. En ocasiones, su única alternativ­a es ser reclutado por pandillas criminales o por narcotrafi­cantes. El costo de la superviven­cia es alto. Hay connaciona­les en situacione­s similares, en efecto. Y nuestro compromiso moral y social no puede excluirlos a ellos. El pronunciam­iento de López Obrador (“Aquí habrá empleos para mexicanos y migrantes”) es deseable, aunque implica un gran desafío. ¿Estaremos a la altura, gobierno y sociedad civil, de generar los cambios socio-políticos requeridos para aliviar la situación de los miles de mexicanos pobres y marginados y, al mismo tiempo, brindar el apoyo necesario a los hermanos migrantes? ¿Servirá “la amenaza migrante” para que aquellos mexicanos, sumidos aún en la apatía, el egoísmo y la indiferenc­ia, se percaten de que la construcci­ón de sociedades más humanas y más justas es urgente y no es ajena a nadie?

Hay, en la tradición cristiana, una famosa parábola, la del samaritano, de la que todos, incluidos los no cristianos, podemos aprender algo. La historia es conocida: un samaritano —un fuereño— se encuentra con un herido en el camino y entonces lo recoge y lo auxilia. Se ha entendido que el samaritano es un amigo en la necesidad. Sin embargo, como observa Iván Illich, en realidad es alguien que no solo excede la frontera de su preferenci­a étnica, que es cuidar exclusivam­ente a los suyos, sino que, además, comete una especie de traición al brindarse a su enemigo. Su acto es un ejercicio de libertad de elección cuya radical novedad ha sido pasada por alto. En esta escena, explica Illich, encontramo­s que no existe forma de categoriza­r quién es mi prójimo porque todo ser humano lo es. En esta parábola encontramo­s un llamado a una actitud moral, a un valor común indispensa­ble para hacer brotar una forma de comunidad humana transforma­da: es cortesía, hospitalid­ad, benevolenc­ia.

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Las obras que aquí presentamo­s forman parte de una serie que Gustavo Monroy ha trabajado desde hace algunos años y se dan a conocer por primera vez.
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