Milenio Puebla

Xavier Velasco

El mercado somos todos, pero sin corazón

- XAVIER VELASCO

Alguna vez, un amigo ingenioso concibió cierta idea descabella­da, que no obstante le pareció un hallazgo. Prueba de ello, se dijo, eran las risotadas que arrancaba entre quienes le oímos mencionarl­a. Se apresuró, por tanto, a registrar la marca, y mandó hacer el logo de la que vino a ser su primera y última taquería. “Tengo muy mala suerte...”, se quejaría unos meses más tarde, quebrado ya el negocio por falta de clientela, todavía sorprendid­o de que su gran proyecto fracasara de modo tan estrepitos­o. ¿Cómo iba él a prever que sus posibles clientes vieran con malos ojos un nuevo restaurant­e llamado El taco chino? ¿Sería que ninguno entendió el chiste?

Son legión los pacientes que llegan al psiquiatra despotrica­ndo por su mala suerte. Dan cuenta, acto seguido, de sus pasos camino al objetivo, y sin querer exponen las razones detrás del infortunio, pues resulta que han hecho justo lo necesario para fracasar. Si los tacos que ofrecía mi amigo eran más saludables que los de sus cercanos competidor­es, ¿cómo era que la gente prefería seguir comiendo porquerías? De poco habría servido confesarle que yo tampoco me amarchanta­ría en un lugar que desde el nombre mismo se declara insalubre, si de cualquier manera él ya había decidido que el revés era culpa del pérfido mercado.

El mercado somos todos, mas no se espera que tengamos corazón. Compramos cada vez aquello que encontramo­s preferible, por motivos de pronto caprichoso­s. Elegimos la mercancía que, según creemos, resolverá mejor nuestras necesidade­s. En síntesis, la más competitiv­a. Apreciamos, por tanto, que quienes la fabrican, distribuye­n y venden se entretenga­n pensando en satisfacer­nos. Si no es tiempo de lluvias, difícilmen­te compraré un paraguas, por más que el vendedor sea un tipazo. Tampoco es de esperarse que regrese a una tienda cuyos empleados me trataron mal. Y menos todavía si me siento estafado o encuentro que hay mejores opciones disponible­s. De hecho, antes de comprar ciertos productos acostumbro informarme en internet. ¿Eso me hace un canalla, como parte que soy del pérfido mercado?

Ahora, si me permiten, voy a cambiar de bando. No me gustan los bancos. El mío, cuando menos, me parece antipático y entrometid­o. Basta con que me pase algunas horas del límite de pago de la tarjeta de crédito para que un achichintl­e con acento de autómata llame a mi celular de madrugada y me abrume con dudas insolentes. ¿Por qué me retrasé? ¿Cuándo pienso pagar? ¿A través de qué medio? Lo más sencillo es mandarlos al diablo, pero igual se lo toman como un desafío y después ya no paran de joder. Los muy metalizado­s, ¿no es verdad? Ellos, no obstante, alegan que yo firmé un contrato, y si insisto en volverles la espalda no sólo acabarán cobrándose a lo chino, sino que encima me harán mala fama. Una vez salpicado mi historial crediticio, lo probable es que pase un largo rato sin que nadie me vuelva a prestar un centavo.

Por supuesto que el banco no es mi amigo, pero aun si lo fuera: ¿quién es esa alma buena que persiste en confiar en los amigos que le piden prestado, no le pagan y para colmo le responden con insultos? ¿No ocurre que entre todas sus amistades termina uno quedándose con las confiables, por simpáticas que fueran las otras? Nadie lo ha puesto así, pero hasta como cónyuge necesita uno ser competitiv­o, si es que no se ha propuesto acabar solo.

El mercado, el dinero, la gravedad, el clima: ninguno de ellos tiene corazón – vamos, rostro tampoco–, ni es posible imponerles nuestras reglas, ni las suyas han de ser siempre justas, por mucha rabia

_ que esto pueda causarnos. Mal soporta el Calígula de Albert Camus la injusticia de no poseer la Luna, pero nada hay que pueda resarcirlo. Como no sea hacer una nueva rabieta y decirse: ¡Caray, qué mala suerte!

Apreciamos que los fabricante­s y vendedores se entretenga­n pensando en satisfacer­nos

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JORGE GONZÁLEZ Elegimos cosas que según resolverán nuestras necesidade­s.
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