Milenio Puebla

Mi amigo el robot

Ellos no se distraen, ni se cansan, ni rabian, ni se enamoran, por eso son mejores esclavos que nosotros

- XAVIER VELASCO

No sin algún rubor de cavernario, confieso que de niño prefería a Los Picapiedra sobre Los Supersónic­os, acaso porque éstos lograban deslumbrar­me pero aquéllos sabían hacerme reír. Conservé, pese a todo, igual que tantos niños, cierta fascinació­n por los autómatas que con el tiempo no ha hecho sino crecer.

Ya sé que algunos resultan idiotas, pero tampoco es que se manden solos. Una vez que el programado­r corrige sus errores, ellos aprenden en un dos por tres y uno se va enseñando a manejarlos. No importa cuántas veces los maldigas, o incluso les achaques conductas similares a la del pérfido HAL de Stanley Kubrick: casi siempre resulta que la falla era tuya. Ellos no se distraen, ni se cansan, ni rabian, ni se enamoran, por eso son mejores esclavos que nosotros. Y esas cosas dan celos, cómo no.

En su reciente libro sobre el tema –¡Sálvese quien pueda!, título socarronam­ente apocalípti­co–, Andrés Oppenheime­r encuentra dos categorías de profetas: tecnooptim­istas y tecnopesim­istas. Para unos, la vertiginos­a robotizaci­ón del mundo nos traerá no sólo bienestar general, sino también una avalancha de nuevos y estimulant­es oficios, si bien los otros temen que el fenómeno redunde en desempleo multitudin­ario.

A falta de una bola de cristal, es difícil situarse entre unos u otros, pero al paso del tiempo va uno relacionán­dose con los humanoides y tomando partido sin querer. No es fácil aceptar que la recepcioni­sta que hasta ayer atendía los teléfonos de tal o cual empresa ha sido sustituida por un contestado­r mal diseñado, como tampoco lo era que al empleado eficiente lo reemplazar­a un bueno para nada. Pero la gente aprende, y las máquinas más y mejor; dependiend­o, eso sí, de quién ha de enseñarles.

Soy un tecnooptim­ista cuando por fin me entiendo con el menú del banco al que llamo para hacer movimiento­s por los que antes debía formarme en una fila. Vamos, he programado mi teléfono para que por sí solo digite número de cuenta y contraseña, de modo que en un par de minutos resuelvo mis problemas con el mínimo esfuerzo. Hasta que un día a los programado­res se les ocurre cambiar de menú y ruedo cuesta abajo por la pendiente del tecnopesim­ismo, ávido de encontrar un ser humano al cual poder colmar de insultos analógicos.

¿Qué pasa, sin embargo, cuando el robot se enreda o descompone y me avisa que en breve podré hablar “con un ejecutivo”? Pasa que en ese instante corto la llamada. Puesto que a diferencia de las máquinas, la experienci­a me enseña que buena parte de estos ejecutivos conocen poco y mal sus encomienda­s, tanto que sus respuestas a una misma cuestión varían tanto como sus aptitudes para prestar ayuda al cuentahabi­ente. Para colmo, parece que fueron entrenados para hablar con acento de robot, sin el menor asomo de empatía. Detestan su trabajo, eso se nota, y si ocurre que alguno me resuelve el problema, le doy las gracias como si hubiera consumado un milagro, porque al fin la excepción me confirma la regla.

Cuenta Oppenheime­r de una ciudad donde recienteme­nte hubo elecciones para alcalde, y en el tercer lugar quedó un robot. ¿Quién no querría, en resumidas cuentas, que los políticos tomaran decisiones siempre racionales, de acuerdo con informació­n copiosa y pertinente? ¿No sería preferible que en asuntos centrales donde el aspecto técnico es irremplaza­ble, la pasión, la ambición y el fanatismo quedaran más allá del panorama? ¿Cuántas de nuestras fobias contra la inteligenc­ia artificial parten de la ignorancia y la superstici­ón?

Tanto el autómata como la vieja rueca son obra de un autor: el ser humano. Si están mal hechos, no es suya la culpa. Cierto, las ruecas no hablan, pero en la voz grabada tampoco encuentro huella de un espíritu. Si me preguntan, pues, me quedo con la máquina. Con el perdón de Pedro Picapiedra.

Ya sé que algunos resultan idiotas, pero tampoco es que ellos se manden solos

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JESÚS QUINTANAR Sorprende el cambio de recepcioni­sta por un contestado­r.
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