Las estrellas del general
Hace unos 20 años, cuando imaginábamos que los límites de la violencia en este país eran otros, el debate sobre derechos humanos tenía vistas más positivas y su violación no se había establecido en la devastación. De esos días, recuerdo a un general de brigada, buen amigo de mi casa, que portaba orgulloso sus estrellas. El hombre, sin la menor experiencia en el campo de batalla, ostentaba un rango que obtuvo por méritos políticos y de formación. Como cualquier militar, ya sean oficiales de sanidad, meteorólogos, ingenieros o policías, su relación con el mundo era castrense y no civil.
Mi madre, enviada en 1973 con uniforme a los Altos del Golán durante la guerra de Yom Kipur, tenía más currículum de guerra que el soldado. A principio de la década de los 70, en un acto demencial, el gobierno sirio envió al frente a escritores y a estudiantes de letras para hacer crónica de las trincheras. Fueron unos inútiles. No escribieron una línea ni dispararon a un alma. Su formación de civiles buscaba tratar con civiles, la cualidad más importante en los encargados de seguridad en contacto con los ciudadanos.
Mucho se ha dicho acerca del carácter que tendría la Guardia Nacional, parte de la estrategia de seguridad del gobierno de López Obrador. En declaraciones engañosas se ha insistido en el espíritu policiaco antes que militar de la Policía Militar.
Si la naturaleza de una institución es castrense, su estructura impide garantizar que las prioridades civiles se coloquen por encima de las militares. El gigantesco riesgo de la estrategia se resume en la perversión de éstas que hasta ahora ha ido presentando.
Durante un tiempo, este país logró diluir la memoria sobre las acciones criminales de nuestro Ejército en los años 60 y 70 del siglo XX. Su posterior conversión a un ejército cívico, principalmente destinado al auxilio en eventos de desastre, ayudó a tal efecto, pero no logra sustituir los numerosos casos de violaciones a garantías básicas que hoy se encuentran documentados en recomendaciones de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
Si bien es argumentable que las violaciones han sido perpetradas por individuos, tal vez sea bueno detenerse a pensar que el espíritu de las instituciones armadas es lo que permite esos abusos.
Quizá sea recomendable recordar la historia universal y notar que los derechos humanos son una preocupación civil y no militar.
Quienes conocemos —en mi caso a través de los gobiernos medio orientales— las posibilidades de control que ejercen las estructuras militares sobre las civiles, tenemos permanentemente presente que el uso de fuerzas armadas para reducir ciertos tipos de delincuencia o violencia pone en riesgo las libertades y los derechos de los ciudadanos. A menudo, a costa de ellas. El riesgo es tan alto que ningún gobierno decente está dispuesto a correrlo.
No veo razón para dudar del convencimiento de López Obrador acerca de las bondades casi absolutas que deposita en el Ejército. Acaso me resultan insulsas y cursis. Su equipo para estos temas, Durazo, Sánchez Cordero y Encinas, se ha prestado a la abdicación de los intereses civiles y, por lo pronto, ha cedido a la incongruencia.