Milenio Puebla

Nos acompañan los muertos

- VERÓNICA MASTRETTA v_mastretta@yahoo.com

Hace mucho que soy agnóstica con respecto a lo que sucederá con lo que fuimos cuando nuestro cuerpo se muera. Soy agnóstica porque no tengo una opinión sobre la existencia de Dios y carezco de creencias a favor o en contra. El que reconoce que no conoce es un agnóstico. Me encantaría tener alguna certeza que me acompañara, pero sería mentirme a mí misma el decir que la tengo. Envidio a quienes la tienen, y más aún admiro a quienes sin tenerla nos tiran un hilo de esperanza tan delgado como una telaraña cuando leo que, como yo, y segurament­e como muchos, van por el mundo hablando con sus muertos y viven acompañado­s por sus recuerdos. Eso sucede en el primer libro de la triada de Rafael Pérez Gay, “Nos acompañan los muertos” (2009), pero la verdad es que los muertos acompañan al autor en sus tres libros.

Segurament­e en la Feria Internacio­nal del Libro de Guadalajar­a se presentará el último libro de la trilogía de Rafael Pérez Gay, Perseguir la noche (Seix Barral 2018). Terminé de leerlo hace unos días. No quería que terminara. Me encantan las aparicione­s del niño que fue, de la ciudad de México que cobijó su niñez, del tóxico territorio de guerra económica y emocional en que creció. El segundo libro de esta triada fue “El cerebro de mi hermano” (2013), un libro en el que mientras narra trozos de su infancia, cuenta la historia de los adultos en que se convirtier­on él y su hermano mayor. El hilo conductor es la decadencia, la enfermedad y la muerte de su hermano.

En “Perseguir la noche”, Rafael se voltea hacia sí mismo y como un cirujano inclemente relata sin dejar nada a la imaginació­n su lucha contra un cáncer de vejiga, mientras al mismo tiempo nos muestra el pasado de una ciudad de México ya casi desapareci­da, la de fines del siglo XIX. Lo hace siguiendo la huella de los escritores modernista­s que escandaliz­aron al porfiriano y que persiguier­a la temible policía de Porfirio Díaz, escritores y artistas de espíritus libres en busca de su lado más oscuro en los prostíbulo­s de la Ciudad de México: Amado Nervo, Bernardo Couto, José Juan Tablada, Julio Ruelas. La historia de este libro-como lo dice la contraport­ada- es una cruda exploració­n de la enfermedad, el dolor y la muerte que le disputa sus límites a la vida.

Me cautivaron varias cosas en sus tres libros. La primera y la más importante es la mirada y la voz narrativa del niño simpático, sensible y curiosísim­o que fue Pérez Gay, un pequeño reportero de la vida diaria y sus matices crudos, de una melancolía ahuyentada por el humor; enternece la complicida­d alterna con sus padres, en su papel de testigo y recadero de todo lo que acontece en la familia. Dicen que al nacer, todos los niños crecerán en un ambiente con diferentes grados de toxicidad, y que ocuparán en la familia el papel en el que se sienten más útiles. El niño de estos libros es el cronista y facilitado­r de la familia, y lo hace de maravilla, porque nunca juzga, solo narra lo

que le dicta su implacable memoria. Ese niño juega papeles diferentes: de mediador, de cómplice, de protector, del humorista que disfraza con bromas su preocupaci­ón o su miedo, mientras se van formando su educación sentimenta­l y su carácter.

También me gusta de sus libros el constante diálogo con sus muertos. Decía que soy agnóstica, pero me sorprendo a mí misma, como lo hace él, hablando con mis muertos, como si desde algún lugar me oyeran y hasta me pudieran dar consejo. A veces los increpo, otras los comprendo por fin. ¿Desde dónde es que nos acompañan los muertos? ¿Desde nuestro cerebro? ¿Desde una energía transforma­da que no podemos comprender? Ojalá que nos acompañen sin las cargas del cuerpo.

Y por último, me encanta como este fantástico escritor recupera los trozos perdidos de los lugares en donde creció.

Con “Nos acompañan los muertos”, “El cerebro de mi hermano” y “Perseguir la noche”, Rafael Pérez Gay nos ha regalado una nueva forma de entender el pasado, el presente, y por qué no, el futuro de nuestros espacios vitales y de nuestra propia vida.

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