La confrontación ¿que sigue?
El triunfo de AMLO fue sin duda un grito potente y desesperado por el cambio: soluciones reales a tres grandes problemas (desigualdad, corrupción e inseguridad) mediante una nueva política: eficaz, honesta, transparente y que rinda cuentas. Ese deseo de transformación no era, ni es monopolio de López Obrador. Muchos, sin votar por él, también lo hicimos por un país más igualitario, seguro, democrático y apegado al estado de derecho.
El comienzo de la confrontación por definir el sentido, la dirección y el alcance del cambio ha sido intenso. Se da en por lo menos tres pistas:
La primera es la de las políticas específicas y las decisiones concretas: la cancelación del aeropuerto de Texcoco; la reorganización centralizada de la Administración Pública Federal; la austeridad salarial a rajatabla; la seguridad militarizada; la derogación de la reforma educativa; el perdón a los corruptos; obras públicas sin estudios de viabilidad, sustentabilidad y pertinencia, como el Tren Maya y la refinería en Tabasco; el presidencialismo sin contrapesos. Grandes debates, muchas razones, pero ninguna coma de sus propuestas cambiadapor razones dadas desde fuera del círculo íntimo de AMLO. ¿Desde dentro tampoco?
La segunda pista es de dos carriles: el método utilizado para fundamentar las decisiones (las consultas preparadas sobre las rodillas, sin rigor técnico y excluyentes de 98% de la ciudadanía) junto con reformas apresuradas y mal hechas al marco jurídico, para cubrir el expediente legal (la dirección general del FCE para Taibo; la iniciativa obsoleta de remuneraciones salariales; cambios constitucionales para legalizar la militarización de la seguridad pública, después de que la Corte la declarara inconstitucional). En síntesis, un método y un soporte jurídico que no dejan bien parada ni a la democracia, ni al estado de derecho.
La tercera pista de la confrontaciones sobre los términos mismos del debate político. A las críticas razonadas sobre los dos puntos anteriores, la respuesta del nuevo grupo en el poder, comenzando por el mismo presidente electo —que ha marcado el tono de la discusión— ha sido invariablemente la descalificación de los críticos (prensa fifí; conservadores; liberales hipócritas; corruptos; miembros y/o títeres de la mafia del poder) sin atender casi nunca los argumentos. Un debate que parece inútil, ya que los nuevos gobernantes no polemizan, ni contraargumentan: descalifican al crítico con base en una concepción maniquea de la sociedad y, en esa medida, polarizan y dividen a la sociedad mafia del poder y pueblo bueno. Ningún argumento racional o técnico es superior a la honestidad y la voluntad de cambio de AMLO, a su misión moral de instaurar la cuarta transformación. Porque cuando la crítica desnuda su ausencia de razones o exhibe sus contradicciones, López Obrador, acorralado, apela a su honestidad y congruencia, a la fe en su persona y sus valores como garantes únicos del cambio verdadero. ¿Qué sigue: negar la realidad e inventarla a modo, desparecer poderes, luego libertades y, de paso, fracturar el estado de derecho y la democracia?
La crítica es parte esencial de la vida democrática. No pretende tener la verdad ni mantener el statu quo; solo busca un debate racional y civilizado sobre el sentido y el alcance de los cambios que necesita México y un compromiso real de diálogo.
¿Qué sigue: negar la realidad e inventarla a modo, desparecer poderes, luego libertades...?