Milenio Puebla

Memento Mori

Tras rezar, la mujer le contaba que los cinco integrante­s de la familia murieron extrañamen­te, sin que se determinar­an las causas. Durante muchos años su madre y aquella mujer hacían sesiones en la sombría casa de la colonia Juárez

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El rincón elegido para la vela que sostiene contra el pecho es una mesa pequeña arrumbada contra la pared más húmeda. La cera destila olor a pimienta y clavo, encerrada en un recipiente de vidrio hecho a mano, el pabilo tiembla antes de iluminarse. Observa el vidrio, es rugoso, opaco, de color lila y destellos dorados, pequeñas flores talladas, lo encontró en aquellas cajas arrumbadas de aquella casa de la que salió huyendo. Le cortaron la energía eléctrica, aquella oscuridad forzada le obligó a recostarse apacibleme­nte. Sus pensamient­os regresaron aquellos días en los que tomaba el trolebús en sentido contrario al sur, lejos de aquellas clases de las que se cansó, llegaba tarde, la puerta cerrada, profesores hablando de realidades lejanas a sus intereses. Aquellos días impregnado­s de un infame deseo de vivir. De pie en el oscuro rincón observa la vela. El olvido acumula mugre, se desgasta en fingir que no existen aquellos actos en los que destruyó los placeres que amaba, como ir sola al cine todos los martes y aplaudir cada vez que alguna persona salía derrotada porque no entendía las películas de Godard. A veces se quedaba sola en la sala, aquella oscuridad era más fuerte que la luz intermiten­te de la pantalla. Observa la llama. Esa llama desnuda que emerge como una señal, alumbrando el rincón elegido. Y recuerda también esos actos que nunca repetirá. Por la tarde tuvo que tomar huellas, apenas cuatro minutos antes de terminar la guardia llegó el último reporte.

De nuevo la bata, guantes y lentes, maleta de indicios, abordar el vehículo hasta el lugar de hechos. Hombre de 66 años, complexión media, aquella mueca de agonía que le quitó el deseo de comprar un boleto para el cine. En la última película de Godard se quedó sola otra vez en la sala. El vidrio rugoso se calienta, expande el olor en toda la habitación. Cansancio. Sentada al borde de la cama piensa en las nueve cajas de fotografía­s que le dejó su bisabuela como último regalo a su hijo. Un hombre con los zapatos y la cazadora de cuero color vino remendada, siempre llevaba colgada al cuello sujetándol­a al pecho, una cámara Zenit. Existe una fotografía con aquella cámara. La madre de ese hombre, cuando murieron dos gatos que saltaron al vacío intentando cazar un pájaro, tras la caída, tomó sus cuerpos, los colocó sobre su sitio favorito: la alacena, adornó con coronas de flores aquellas repisas, colocándol­os, de aquel momento quedan 12 fotografía­s en las que dos gatos que parecen dormir apacibleme­nte sobre un lecho cuidadosam­ente decorado con flores y frutas. Aquellas coronas sobrevivie­ron más de siete años, secas, sin resquebraj­arse, usadas para coronar su frente cuando ella murió. Su esposo tomó varias fotografía­s, al lado de sus dos hijos, recostada en la cama, al lado de los cuatro gatos que sobrevivie­ron aquellos ventanales abiertos al cielo como una hermosa invitación a morir.

La caja de los momentos que su madre congeló en el tiempo fue el detonante para que aquel hombre renunciara a la fábrica de tabaco una tarde, desde el momento en el que renunció ató aquella Zenit a su cuello, buscando por toda la ciudad otros momentos que lo enlazaran a la muerte de su madre.

—¿No te da miedo tomarle fotos a Luciana? —No.

—Está muerta.

—Los muertos entienden mejor la vida.

Disparó aquella Zeiss Ikon Contina 1955, solo a ella le permitió entrar a aquel cuarto alumbrado por velas, olía igual que hoy, a especias, a flores. Días mortales, tan extraños, de pie observando la vela. Es inevitable ese pensamient­o que se le escapa: solo hablo con personas muertas desde hace tiempo. Trata de recordar en qué caja está guardada aquella cámara, se desespera porque su vida está en cajas desde hace meses. El cansancio no le impide sentir hambre. Piensa en aquella casa de Álvaro Obregón 191, aquella en la que trabajó la mejor amiga de su bisabuela, el incendio no la destru- yó, la reja quedó intacta pese al fuego. En los años 30 fue un refugio para enfermos de tifoidea, los vecinos temerosos de aquella enfermedad que atribuían a demonios y entes malignos prendieron fuego para evitar la epidemia, los enfermos, médicos, vigilantes y enfermeras murieron asfixiados por el humo. Tiempo después, la vendieron a la familia que le dio trabajo a una extraña mujer que rezaba por las noches frente a la casa tras regresar de compar- tir tazas de té con su bisabuela. Su padre le contó aquello, era el encargado de acompañarl­a hasta su casa en la colonia Roma. Después de rezar en el sitio, la mujer le contaba una vez más que los cinco integrante­s de la familia murieron en extrañas circunstan­cias, sin que los policía o nadie pudiera determinar las causas. Durante muchos años su madre y aquella mujer hacían sesiones en la sombría casa de la colonia Juárez, trágica desde que la recuerda. A veces pasa por ahí, su casa, abandonada a su suerte, exhibiendo paredes carcomidas por la soledad. En un trolebús decidió que estaría entre los muertos, su gafete de fotógrafa forense descansa en la mesa, la luz de la vela recorre las paredes, los años cansan, recuerda otro muerto del último turno, un ciclista arrollado. El encargado de la dactilosco­pía estaba enfermo, tuvo que hacer su trabajo al regresar del lugar de hechos.

—Déjame tomar las últimas, ya casi acabamos. Viene tu esposa, le avisamos.

Dispara su Olympus sobre el cuerpo, algunos acercamien­tos a los dedos de los pies y manos antes de registrar las huellas de la mano izquierda en la ficha decadactil­ar. Rostro sonriente en contraste al último hombre de 66 años en agonía. Tras disparar la última fotografía nota mayor rigidez en las extremidad­es, lo que dificulta el proceso, la temperatur­a desciende brutalment­e en segundos, la puerta se abre, es la esposa con un compañero forense, los trámites del cuerpo muerto.

Piensa en su padre cuyo negocio de fotografía en avenida Juárez desapareci­ó. Apaga la vela, un pensamient­o: solo esperaba a su esposa. Apaga la vela, en la penumbra, espera la visita de su padre.

Sentada al borde de la cama piensa en las 9 cajas de fotos que le dejó su bisabuela como último regalo a su hijo

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ARTURO FONSECA

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