Milenio Puebla

Fatalidad

Compras cuatro cervezas, no tienes a nadie para beberlas, la última vez golpeaste a dos amigos que intentaron romper la hermosa y tóxica bruma de tu borrachera con un baño de tina. Recuerdas lo suficiente, lo que conviene

- * ESCRITORA. AUTORA DE LA NOVELA SEÑORITA VODKA (TUSQUETS)

Se han roto los días en que tomabas un libro tras otro hasta caer rendido. ¿Cuando dejaste de verla? No recuerdas

A quién vas a culpar? ¿A tus padres o a las cajas con medicina que adormecen tu cerebro? Diviértete, el mundo es una causa perdida. No tienes motivos para esforzarte, estás acostumbra­do a ignorar lo que te rodea detrás de esos audífonos que un día te provocarán cáncer. Subes el volumen a una vieja canción de The

Damned mientras imaginas que te rebelas contra las personas que exigen de ti amabilidad, porque un tipo nice es un buen perro. Comprar pantalones rotos no solo es idiota, es predecible. Déjalo, vendrán tiempos más nocivos para mostrarte que nunca podrás conocer tus límites. Debes pensar en lo que necesitas para desobedece­r a los que te obligan a necesitar algo. Eres una sombra en la acera, caminas solo a casa, te gustaría comprar un Cadillac para volver. Idolatras viejos punks muertos de sobredosis, te miras al espejo calculando la edad de tu mirada, no eres más que un puñado de viejo rencor que por las noches desliza la llave en alguna puerta del último piso de un edificio con lobby de granito rosa, el elevador negro de espejos al lado de un escritorio de mármol.

Se te olvidaron los cigarros, una vez más a la calle. Dinero plástico sin firma, las tiendas de

autoservic­io que no cierran son luces intravenos­as. Compras cuatro cervezas, no tienes a nadie para beberlas, la última vez golpeaste a dos amigos que intentaron romper la hermosa y tóxica bruma de tu borrachera con un baño de tina. Recuerdas lo suficiente, lo que conviene, el sufrimient­o se ha esfumado, nadie debería sentirse orgulloso de una situación tan débil como retorcer la mente por episodios sin remedio. Existen palabras que es mejor no pronunciar, entre los cortes de una noche difusa, la risa de tu amiga acostada en la cama, reclamando por aquella vez que la dejaste en una fiesta con extraños, tal vez ríe porque contigo es imposible mostrar sentimient­os verdaderos. Solo recuerdas echarlos a todos de tu

loft mientras gritabas que no tocaran tus discos. Enciendes el cigarro que te acerca a tu amigo muerto. Por la calle encuentras algunos borrachos que van del brazo de otros borrachos, ¿y si tomaras otra cerveza en el Zinco? Una oportunida­d, si con un poco de valor lograras encajar entre las personas, entendería­s algo de este burdo episodio interminab­le. Pateas la suerte como si se tratara de una odiosa piedra que estorba. Ahora puedes ver que estás solo de nuevo, no existe engaño alguno en tu condición. No existe frasco o receta que alivie. Sonríes al pensar en la dureza con la que suele recriminar­te el portero de edificio por romper un vez más las ventanas de la puerta del lobby. Te alegra esconderte de las miradas en el último piso.

El humo se extiende sin prisa, caminas solo a casa, sabes que te gustaría reclinar la cabeza en los asientos de piel de un Cadillac. Revisas los bolsillos buscando las llaves, ¿dónde están? No están contigo y no puedes romper los vidrios para entrar, ya no puedes hacerlo, sabes que eso te costará otra discusión inútil. El punk tenía una cualidad, era inútil, no servía para nada. Viejos apuntes de libretas quemadas. El lenguaje no es una cualidad, es un defecto colectivo, creen que tienen algo que decir, ojalá alguien les pida que se callen, hablan tanto. Las acciones discursiva­s son tan cansadas. El odio solo puede destruirse con más odio. La música rabiosa se apodera de tus oídos, ni siquiera logras entender por qué regresaste a casa, te aburrió otra vez la banda de jazz. Piensas en las personas que conociste, sus familias sobrevivie­ron a guerras. Hasta los hombres sin piernas y con balas incrustada­s en el cuerpo con familias asesinadas en la guerra se empeñaban en vender algo en sus negocios, tú ya no quieres hacer nada, solo justificas tu vida leyendo libros que no van a resolver nada, solo esperas. La voz de tu abuela que te pide levantarte del sillón.

Se han roto los días en los que tomabas un libro tras otro hasta caer rendido, ¿cuándo dejaste de verla? No lo recuerdas. Puedes consumir todo, gritar contra las injusticia­s mientras deslizas algunas pastillas y gotas en una garganta agrietada por la melancolía. Dead or alive. Camas ardientes, pensamient­os muertos. No pierdas el tiempo, sus vidas están determinad­as por situacione­s ordinarias y la ausencia de ideas que les rompan la cara. No te gusta discutir, lo sé, no tienes opción, debes romper los vidrios o quedarte afuera, ya no puedes entrar al Hotel Lafayette, ha bajado su cortina desde hace meses, por las noches construyen ilegalment­e dos pisos más. Solo abre el local de pizzas horribles que jamás podrá saciarte. Destapas una cerveza en la esquina de Motolinia y 16 de Septiembre, el hombre de la casa de cartón de la esquina semi-abandonada te alumbra con una lámpara pequeña, gruñe, un sonido más primitivo que todos esos nobles sentimient­os que ya perdiste. Intentas dar un trago, el asco se apodera del instante. Tu porvenir es un hombre ahogado en una tina del último piso. Un camión de carga se estaciona, bloquea la calle. Te asquea ver los sucios albañiles que descargan escombros, las cortinas del Lafayette se abren, dentro solo quedan ruinas, hablan de ti también. Ahí pasaste noches asombrosas. Te preguntas dónde

quedaron los sillones color rojo, dónde todas aquellas mesas que mostraban una decadente elegancia en medio de aquél sórdido espacio que fue destruyénd­ose poco a poco, como tú. Vas cruzando otra vez la calle, deseas volver, tiras el cigarro, tu bota lo apaga igual que la otra noche en esta esquina en la que ya no encuentras paz. —¿Dónde has estado? —Muerto.

El primer signo para entender que algo de ti se apagó es sentir placer mientras te aproximas al desbarranc­adero. No somos crueles, somos mentirosos, mirar tus ojos es presenciar dos suicidios. Regresa, ve a casa, toca los vidrios de la puerta con los dedos, después acarícialo­s con el puño hasta que cedan.

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