Milenio Puebla

La porra fifí y el barra brava

- JUAN PABLO BECERRA-ACOSTA jpbecerra.acosta@milenio.com @jpbecerraa­costa

La rechifla más sonora que he escuchado contra un político ocurrió hace casi 33 años, el 31 de mayo de 1986, en el Azteca, durante la inauguraci­ón del Mundial de futbol: se la llevó el entonces presidente de la República, el priista Miguel de la Madrid, previo al partido entre Bulgaria e Italia, que terminó con un feo empate 1-1.

Cuando De la Madrid era presentado, la silbatina fue subiendo de intensidad. Se volvió ensordeced­ora. Él aguantó estoico: quijadas trabadas, mirada seca, rostro de tótem. Procedió a la declarator­ia inaugural. Habló escasos 43 segundos. Probableme­nte esa sobriedad evitó que lo volvieran a repudiar en la final del Mundial, el 29 de junio, cuando entregó la copa a la Argentina de Maradona, que venció 3-2 a Alemania.

A mí me tocó hacer la crónica de color de la final, para el unomásuno. Recuerdo que algunos funcionari­os priistas seguían en negación: repudiaban a quienes le habíandedi­cadoaDelaM­adridunpod­erosoconci­erto desilbidos,vociferaci­onesymenta­das.Desdeaquel­entonceslo­spriistasn­oentendían…quenoenten­dían.La soberbia del poder los obnubilaba. No hacían el menor esfuerzo de empatía. Las críticas y protestas eran una conjura de agitadores o subversivo­s.

Ciegos. Ocho meses antes habían ocurrido los destructiv­os sismos del 19 y 20 de septiembre de 1985 que provocaron tantos muertos. Mientras el Presidente inauguraba el Mundial, cientos y cientos de personas todavíaviv­íanencampa­mentosdeda­mnificados.Ningún chilango había olvidado el vacío de poder que hubo durante los largos días posteriore­salterremo­to.Elgobierno­se pasmó. Solo el Ejército apareció días más tarde. Fue la gente,volcadaala­scalles,laqueorgan­izó los rescates durante las primeras jornadas. La catarsis delAztecae­radeespera­rse.Los reporteros apostábamo­s por la intensidad y duración que tendría. Solo los soberbios fueron sorprendid­os.

Cualquier político que tiene la osadía de presentars­e en un estadio está expuesto al rigor del público. No tiene que haber hecho algo mal, basta que esté ahí. Así son algunos espectador­es, así son algunos porristas: zarandean a los personajes temerarios que se atreven a mezclar la política con los deportes.

Los estadios son santuarios donde la gente va a divertirse,perotambié­nadesahoga­rseydistra­ersedesus problemas. A veces se refugia ahí para olvidar dolores y frustracio­nes. Algunos fanáticos también van a insultar al árbitro y a provocar y burlarse del rival. Si un gobernante llega a contaminar ese espacio es vilipendia­do, como si fuera parte del equipo contrario más odiado,ysitienemé­ritos,levacomole­fueadeDela­Madrid.

No sé qué pensó Andrés Manuel López Obrador el sábado pasado, cuando fue a inaugurar el nuevo estadio de los Diablos Rojos. ¿En serio creyó que ahí todos serían sus exégetas y que lo aclamarían? Nunca vio venir el abucheo. El pensamient­o absolutist­a de aquel viejo priismo reaccionar­io e intolerant­e reapareció cuando arremetió contra “la porra del equipo fifí”, a la que —dijo— seguirá lanzando grandes picheos para “derrotar a la mafia del poder”.

TalvezelPr­esidenteno­semerecíal­asilbatina­antes de que abriera la boca. Tal vez, a pesar de su terquedad parairrump­irenelesta­dio,perosíques­elaganócon­su discursito­debarrabra­va,deultrarad­ical.Cayóredond­itoenlapro­vocaciónde­latribuna.Lefaltamuc­hobarrio, le falta mucho estadio, le falta mucha pelota a ese pitcher novato…

A AMLO le falta mucho barrio, mucho estadio... le falta mucha pelota a ese pitcher novato

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