El alto precio de no ser modernos
La izquierda, tradicionalmente, recela del progreso en tanto que lo asocia a las fuerzas del capital; y sí, en efecto, hubo un momento en que los trabajadores que encendían las farolas de gas en las calles perdieron su empleo porque llegó la electricidad
El régimen de Morena exhibe un declarado rechazo a la modernidad. Me pregunto si esa oscura resistencia — justamente, la que suelen desplegar los conservadores de verdad, no aquellos denunciados por el presidente de la República— resulta del izquierdismo del nuevo partido hegemónico.
La izquierda, tradicionalmente, recela del progreso en tanto que lo asocia a las fuerzas del capital. Y sí, en efecto, hubo un momento en que los trabajadores que encendíanlas faro las de gas en las calles perdieron su empleo porque llegó la electricidad. Decenas de oficios desaparecieron también al ocurrir la industrialización. Ahora mismo, el sector de ventas minoristas se ha reducido drásticamente porque los consumidores adquieren en línea sus productos: en los Estados Unidos ya no existen, o están a punto de cerrar definitivamente, Toys R Us, RadioShack, Sears, J.C. Penney, Macy’s y tantas otras cadenas comerciales. La producción de muchísimos bienes se muda a países distantes para aprovechar la mano de obra barata. Los barcos no salen ya de los astilleros de Europa sino que se construyen en Corea del Sur o en China. La gente ya no envía telegramas ni manda cartas en un sobre. Los compositores escriben su música con programas de computadora y la imprimen de inmediato volviendo innecesarios a los copistas. Los mapas en papel son casi un estorbo mientras
que los DVD están en vías de extinción, al igual que los discos compactos cuyos miles de títulos puedes descargar en iTunes o escucharlos en YouTube. Los mismísimos centros comerciales están siendo abandonados en muchas ciudades.
Estas colosales transformaciones se vuelven amenazantes para mucha gente y es muy probable que sean la causa de parte del descontento de las poblaciones, algo que casi adquiere dimensiones de epidemia en nuestras sociedades. Pero los cambios resultan igualmente de la intrínseca naturaleza de un sistema capitalista que persigue incesante e incansablemente mejores rendimientos, productividad y competitividad. Los populistas suelen entonces rechazar de entrada el principio mismo de que las cosas se transforman. Lo relacionan con el malestar y la inquietud de sus clientelas, a saber, aquellos ciudadanos que se han visto afectados en su cotidianidad o que se perciben a sí mismos como víctimas de un sistema que no pueden en lo absoluto controlar. El demagogo, al formular sus promesas, ofrece un alivio, una suerte de bálsamo, a la angustia de los pueblos porque evoca, justamente, unos tiempos pasados en los que todo era mejor y en los que había más certezas. ¿Qué otra razón pudiere haber para que Donald Trump avise, por ejemplo, de que va a regenerar la industria del carbón? ¿En Francia, muchos de los votantes de Marine Le Pen no son precisamente miembros de una clase trabajadora que se siente ya sin un lugar en la nueva economía?
En estos pagos ha sonado también la hora de esos populistas que, con la mirada puesta en la historia, nos quieren llevar de vuelta a un pasado de míticas consonancias. No es casualidad entonces que el actual Gobierno cancele inversiones y que detenga proyectos. Son, encima, meridianamente explícitos: el señor Ferrando, el encargado del aeropuerto en la capital de la República, evocó sin mayores rodeos la vocación primigenia de un páramo salitroso en la región de Texcoco —“era zona de lago”, dijo, “hoy rescatamos esa vocación”— para justificar que se va a inundar una obra de la que ya se había construido una tercera parte y en la que se han gastado 100 mil millones de pesos. Nos queda clarísimo a todos que hay un retorno a los orígenes en el diseño de las políticas públicas y que precisamente por ello la Comisión Federal de Electricidad (CFE) acaba de comprar cientos de miles de toneladas de carbón para generar energía en lugar de promover su producción con nuevos parques eólicos o con modernos paneles solares. También se han cancelado obras para desplegar ductos y surtir de gas natural a las regiones del país que lo necesitan. Se ha detenido igualmente el uso de la técnica de fracturamiento hidráulico (fracking) para extraer hidrocarburos en la región noroccidental del país y se nos avisa que durante todo el sexenio no se utilizará ese método de extracción. No sé, en lo personal, qué tan moderna sea la tecnología para fabricar ladrillos y durmientes de vías férreas con elsarg azoque abarrota las playas de Quintana Roo pero, en todo caso, no se “hará negocio” con ello sino que será la Armada de México la que construirá, con la plata de nuestros impuestos, navíos para recoger el alga de las costas de la península de Yucatán.
Mientras tanto, el resto del mundo prosigue su imparable carrera modernizadora, a pesar de sujetos como Trump y los de su calaña. Dentro de algún tiempo, no mucho, los coches se moverán prácticamente todos con electricidad. Habrá que generarla en algún lado, desde luego, pero eso no se hará con combustibles fósiles.
El carbón ensucia el medio ambiente. Pues, miren ustedes, las ideas atrasadas también terminan por contaminar.
Los populistas suelen rechazar de entrada el principio mismo de que las cosas se transforman