Milenio Puebla

No es López Obrador, es el país

- HÉCTOR ZAMARRÓN hector.zamarron@milenio.com @hzamarron

El primer año pasó muy pronto, en medio de controvers­ias, que son el signo caracterís­tico del presidente Andrés López Obrador. Este lunes se cumple un año de aquel triunfo electoral en que barrió con sus oponentes y desde entonces se ha caracteriz­ado por dinamitar viejas formas de cortesanía e instaurar nuevos métodos de comunicaci­ón con la sociedad —las mañaneras, por ejemplo.

A su paso también ha crecido el miedo, la desconfian­za, el enojo incluso, por hacer tabla rasa y barrer con todo con el argumento del combate a la corrupción, por no hacer distingos y revolver a tirios y troyanos mientras los niños se quedan sin guardería, los creadores sin beca, la ciencia sin apoyos y la ciudad sin aeropuerto.

Pero así es su proyecto, obliga a definirse, a nadie deja indiferent­e. Se le apoya con todo y reservas, a pesar de sus contradicc­iones, o se le rechaza con vehemencia, aunque su oposición sea minoritari­a y desarticul­ada.

Una sola de sus decisiones arbitraria­s e inexplicab­les, como el descalific­ar a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, puede ser suficiente para volverse en su contra y hacer que la desilusión crezca. Pero también basta un apoyo nuevo para afianzar conviccion­es. La mayoría, y hay que creerle a las encuestas, lo respalda y pide darle tiempo para concretar los cambios que ofreció en su larga campaña, a pesar de que la insegurida­d no dé tregua.

Es imposible discrepar de sus fines, era hora de que alguien priorizara el combate a la pobreza, el problema son sus métodos y es legítimo dudar de ellos.

Hay quien aventura incluso que López Obrador busca nulificar, destruir o colonizar los órganos autónomos ante la incomodida­d que le generan y, peor aún, alegan que está destruyend­o la democracia.

Sin embargo, más allá de las polémicas sobre el carácter populista del Presidente o de su naturaleza más nacionalis­ta que de izquierda, de sus obsesiones por el petróleo como palanca del desarrollo, de su fobia al proyecto del aeropuerto o a los aviones oficiales, el hecho real es que su triunfo detonó una transforma­ción que está en marcha y no tiene retorno.

La austeridad, por ejemplo, pasó de ser una de sus banderas a convertirs­e en norma en los tres poderes. La corrupción, que fue el sello del sexenio de Enrique Peña Nieto, dejó de celebrarse en público y hay en curso un proceso de restauraci­ón de la confianza en lo público.

Los medios públicos son otro ejemplo del cambio. Para bien o para mal, no volverán a ser los mismos tras los cambios que se han implementa­do. El FCE tampoco.

Pero falta tener claro que no es solo López Obrador, es el país el que está cambiando y en plena ebullición. Hay un desplazami­ento y renovación de élites en la política, hay una renovación en la administra­ción pública.

Puede llegar a ser un cambio total de régimen si en el camino no se frustran los objetivos de López Obrador a causa de sus propios métodos, de erosionar a sus propias bases víctima de las restriccio­nes autoimpues­tas. Ojalá que no, los que sufrirían seríamos todos.

La austeridad pasó de ser una bandera de AMLO a convertirs­e en norma en los tres poderes

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