No es López Obrador, es el país
El primer año pasó muy pronto, en medio de controversias, que son el signo característico del presidente Andrés López Obrador. Este lunes se cumple un año de aquel triunfo electoral en que barrió con sus oponentes y desde entonces se ha caracterizado por dinamitar viejas formas de cortesanía e instaurar nuevos métodos de comunicación con la sociedad —las mañaneras, por ejemplo.
A su paso también ha crecido el miedo, la desconfianza, el enojo incluso, por hacer tabla rasa y barrer con todo con el argumento del combate a la corrupción, por no hacer distingos y revolver a tirios y troyanos mientras los niños se quedan sin guardería, los creadores sin beca, la ciencia sin apoyos y la ciudad sin aeropuerto.
Pero así es su proyecto, obliga a definirse, a nadie deja indiferente. Se le apoya con todo y reservas, a pesar de sus contradicciones, o se le rechaza con vehemencia, aunque su oposición sea minoritaria y desarticulada.
Una sola de sus decisiones arbitrarias e inexplicables, como el descalificar a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, puede ser suficiente para volverse en su contra y hacer que la desilusión crezca. Pero también basta un apoyo nuevo para afianzar convicciones. La mayoría, y hay que creerle a las encuestas, lo respalda y pide darle tiempo para concretar los cambios que ofreció en su larga campaña, a pesar de que la inseguridad no dé tregua.
Es imposible discrepar de sus fines, era hora de que alguien priorizara el combate a la pobreza, el problema son sus métodos y es legítimo dudar de ellos.
Hay quien aventura incluso que López Obrador busca nulificar, destruir o colonizar los órganos autónomos ante la incomodidad que le generan y, peor aún, alegan que está destruyendo la democracia.
Sin embargo, más allá de las polémicas sobre el carácter populista del Presidente o de su naturaleza más nacionalista que de izquierda, de sus obsesiones por el petróleo como palanca del desarrollo, de su fobia al proyecto del aeropuerto o a los aviones oficiales, el hecho real es que su triunfo detonó una transformación que está en marcha y no tiene retorno.
La austeridad, por ejemplo, pasó de ser una de sus banderas a convertirse en norma en los tres poderes. La corrupción, que fue el sello del sexenio de Enrique Peña Nieto, dejó de celebrarse en público y hay en curso un proceso de restauración de la confianza en lo público.
Los medios públicos son otro ejemplo del cambio. Para bien o para mal, no volverán a ser los mismos tras los cambios que se han implementado. El FCE tampoco.
Pero falta tener claro que no es solo López Obrador, es el país el que está cambiando y en plena ebullición. Hay un desplazamiento y renovación de élites en la política, hay una renovación en la administración pública.
Puede llegar a ser un cambio total de régimen si en el camino no se frustran los objetivos de López Obrador a causa de sus propios métodos, de erosionar a sus propias bases víctima de las restricciones autoimpuestas. Ojalá que no, los que sufrirían seríamos todos.
La austeridad pasó de ser una bandera de AMLO a convertirse en norma en los tres poderes