Discurso de anécdotas y pocas ideas
Es difícil encontrar triunfos más duraderos en la política mexicana que la adecuación a la verticalidad de nuestros gobernantes. La construcción vacía que hace un año emanciparía a México de corrupción, cobró dimensiones metafísicas en cuanto el espejo mostró que tiene otros
rostros además del financiero. Llevamos demasiado tiempo pasando por alto que su sujeto puede ser el lenguaje y también la ética. En el pantano en que nadamos olvidamos que la corrupción de la verdad es la transformación retórica de lo real, para ajustarse al discurso de un gobierno o de un sistema.
Los pantanos permiten un movimiento lento con el que se cree avanzar. Otorgan esperanza en la desesperación. Embisten con la incertidumbre y no dejan salir de ellos. Son entornos variopintos y sistemas perfectamente diseñados para su propia subsistencia.
Entre las mayores deudas de los gobiernos mexicanos está su irresponsabilidad frente a una tarea tan discreta como redituable, la pedagogía política: la enseñanza cívica de lo que es válido.
Si los métodos de un gobierno no soportan su contradicción y a pesar de ello se aceptan por las sociedades, nos enfrentamos a una pedagogía política negativa. Es la tolerancia a lo inadmisible. Se inundan los pantanos cuando ante los negativos de un gobierno, las naturales oposiciones políticas son incapaces de articular una frase de tres líneas que abrace coincidencias.
Hoy se está creando un nuevo sistema fangal. El entorno mexicano se convierte con velocidad en la defensa patológica de lo ínfimo. Se crece lo pequeño para afrontarlo con recursos intelectuales de la menor elaboración: el adjetivo. En cambio, aquello de suficiente envergadura lo tratamos de minúsculo para llevarlo a los terrenos de la superficialidad. Lo que pasa fugazmente y desaparece de la memoria. Es la institucionalización del discurso de anécdotas, de sentires, de pocas ideas.
El lenguaje se convirtió en la habitación de lo intrascendente. Nada de lo que se diga es objeto de repercusiones. El Presidente transformó al Holocausto en arbitrariedades. Le hemos admitido una analogía en la que, espero sin darse cuenta, minimizó la peor demencia criminal del siglo XX. La tribuna impregna de un halo con el que se dice cualquier cosa.
En estos meses hemos admitido la xenofobia que antes daba vergüenza, solo que en la vergüenza considerábamos la vertiente del mal. Ahora justificamos lo indolente en el orgullo de la franqueza.
Para ser un país cuya crisis más grave son los derechos humanos, no es objeto de gran escándalo que el gobierno en turno rechace una recomendación de la comisión nacional en la materia. Con su silencio, los compañeros de viaje son cómplices de un antecedente que podríamos ahorrarnos.
Constantemente, la política de lo predecible se exhibe en acciones que cambian de rumbo apenas se manifiesta una resistencia impagable. No es el objeto de la rectificación lo que ha importado, sino cuánto ruido provocó. Se ha querido vender como rectificación democrática el miedo a los costos de la gratuidad.
Gobiernos anteriores enseñaron que la impunidad era un bien nacional. El gobierno actual hace pedagogía política de lo injustificable. El agua turbia de la costumbre.