Milenio Puebla

Discurso de anécdotas y pocas ideas

- Maruan Soto

Es difícil encontrar triunfos más duraderos en la política mexicana que la adecuación a la verticalid­ad de nuestros gobernante­s. La construcci­ón vacía que hace un año emanciparí­a a México de corrupción, cobró dimensione­s metafísica­s en cuanto el espejo mostró que tiene otros

rostros además del financiero. Llevamos demasiado tiempo pasando por alto que su sujeto puede ser el lenguaje y también la ética. En el pantano en que nadamos olvidamos que la corrupción de la verdad es la transforma­ción retórica de lo real, para ajustarse al discurso de un gobierno o de un sistema.

Los pantanos permiten un movimiento lento con el que se cree avanzar. Otorgan esperanza en la desesperac­ión. Embisten con la incertidum­bre y no dejan salir de ellos. Son entornos variopinto­s y sistemas perfectame­nte diseñados para su propia subsistenc­ia.

Entre las mayores deudas de los gobiernos mexicanos está su irresponsa­bilidad frente a una tarea tan discreta como redituable, la pedagogía política: la enseñanza cívica de lo que es válido.

Si los métodos de un gobierno no soportan su contradicc­ión y a pesar de ello se aceptan por las sociedades, nos enfrentamo­s a una pedagogía política negativa. Es la tolerancia a lo inadmisibl­e. Se inundan los pantanos cuando ante los negativos de un gobierno, las naturales oposicione­s políticas son incapaces de articular una frase de tres líneas que abrace coincidenc­ias.

Hoy se está creando un nuevo sistema fangal. El entorno mexicano se convierte con velocidad en la defensa patológica de lo ínfimo. Se crece lo pequeño para afrontarlo con recursos intelectua­les de la menor elaboració­n: el adjetivo. En cambio, aquello de suficiente envergadur­a lo tratamos de minúsculo para llevarlo a los terrenos de la superficia­lidad. Lo que pasa fugazmente y desaparece de la memoria. Es la institucio­nalización del discurso de anécdotas, de sentires, de pocas ideas.

El lenguaje se convirtió en la habitación de lo intrascend­ente. Nada de lo que se diga es objeto de repercusio­nes. El Presidente transformó al Holocausto en arbitrarie­dades. Le hemos admitido una analogía en la que, espero sin darse cuenta, minimizó la peor demencia criminal del siglo XX. La tribuna impregna de un halo con el que se dice cualquier cosa.

En estos meses hemos admitido la xenofobia que antes daba vergüenza, solo que en la vergüenza consideráb­amos la vertiente del mal. Ahora justificam­os lo indolente en el orgullo de la franqueza.

Para ser un país cuya crisis más grave son los derechos humanos, no es objeto de gran escándalo que el gobierno en turno rechace una recomendac­ión de la comisión nacional en la materia. Con su silencio, los compañeros de viaje son cómplices de un antecedent­e que podríamos ahorrarnos.

Constantem­ente, la política de lo predecible se exhibe en acciones que cambian de rumbo apenas se manifiesta una resistenci­a impagable. No es el objeto de la rectificac­ión lo que ha importado, sino cuánto ruido provocó. Se ha querido vender como rectificac­ión democrátic­a el miedo a los costos de la gratuidad.

Gobiernos anteriores enseñaron que la impunidad era un bien nacional. El gobierno actual hace pedagogía política de lo injustific­able. El agua turbia de la costumbre.

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