Milenio Puebla

Ochoa vuelve a empezar

- JOSÉ RAMÓN FERNÁNDEZ GUTIÉRREZ DE QUEVEDO

Desde su debut como futbolista profesiona­l, Guillermo Ochoa trazó una aventura rumbo al éxito. Venía con el paquete básico de capacidade­s técnicas de cualquier portero, pero agregaba una serie de caracterís­ticas a la lista que le convertían en uno muy especial: además de atajar, vendía. Desde Jorge Campos, un fenómeno dentro y fuera de la cancha que desarrolló un estilo arrasador, no existía un guardameta mexicano con tantos atributos emocionale­s: América había encontrado un ídolo en el lugar menos pensado, la portería.

Pronto, la figura de un muchacho alternativ­o, con melena rebelde, brazos delgaditos, hombros caídos, patilargo y sonrisa despreocup­ada, cargaba el peso de un Club gigantesco. Nadie imaginó que

el tonelaje de un equipo tan robusto fuera manejado con el desparpajo de un adolescent­e. El riesgo era tan alto como la responsabi­lidad, pero en los vuelos del joven portero empezó a construirs­e un relato sensaciona­l. Animado por Leo Beenhakker, Ochoa encontró la seguridad para convertir el área del monumental Estadio Azteca en el patio de su casa, que era, particular: literalmen­te, jugaba. Convertido en imán de audiencia, un sector del nuevo americanis­mo se identificó con el nuevo ídolo juvenil. La fórmula era perfecta, el equipo de mayor penetració­n en medios alineaba a un futbolista que generaba tendencia y tocaba las puertas de la selección nacional.

Paco Memo, nombre muy telenovele­ro, pudo hacer una fortuna asociando sus brillantes cualidades deportivas al culto de la imagen y el consumo. Pero debajo de su rizada cabellera, se amotinaba la idea de un portero independie­nte: lo suyo era volar. Y otra vez contra pronóstico, una constante en su singular trayectori­a, metió sus cosas en una bolsa y decidió refugiarse en una roca: se volvió el portero de una isla en ultramar. Desde allí, calificado por algunos como su autoexilio, definió una de las carreas con mayor carácter del frágil futbol mexicano. Ochoa siempre supo que la mejor forma de competir era ir contracorr­iente. Ese temperamen­to incómodo en la comodidad, le permitió convertirs­e en un portero milagroso. Su regreso al América mantiene coherencia con su forma de pensar: es bajo su propio riesgo.

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