Ese pequeño Karma
El psicoanálisis habla de una amnesia infantil: el ser humano no recuerda nada antes de los 5 años
He venido postergando (ya no busco ni pretextos, ni inútiles explicaciones) la escritura de un breve discurso que tiene como razón única el tratar de reunir lo que ha significado para mí el “estar en el mundo” si se quiere usar la expresión de los teóricos del existencialismo. Mis datos los he retenido --testarudo que soy-- a lo largo de todos los años que van desde que tengo memoria. El psicoanálisis habla de una amnesia infantil: en lo sustancial, el ser humano no recuerda nada (nada) de lo que experimentó antes de los cinco años.
Busco aquello que escribió Julio Cortázar, mi obligada referencia, para este asunto: corroboro en mí muchos de los principios
freudianos.
Sí, pero permítanme: yo veo una cara detrás de unos barrotes y una ventana de cristal, siento una mano que me guía y unas perfectas nubes tendidas en el firmamento antes de que cumpliera esa edad en la que insiste Freud. Pero no tengo remedio y lo subsano: son imprecisos referentes, así que me disciplino y anoto en mi libreta: “tengo ya cinco y cuento en el ábaco y casi escucho el lejano sonido de las esferas coloridas topándose entre ellas”. ¿Y luego?
Un posible título, un pretexto para simular el arranque: “Los iluminados días”. No me convence, envidio el que usó el Premio Nobel Imre Kertész, “Diario de la galera” o el autor de otra de mis infalibles referencias, Carlo Coccioli, “Pequeño Karma”.
Entonces ya no tengo los cinco años que se aquietaron en el ábaco y leo en la revista Siempre! a los columnistas que me enseñaron, dígase indirectamente, a diferenciar un género periodístico de otro. A los 18 años Margarita Michelena me mostró el manejo de la información real; de Alberto Domingo (a quien conocí personalmente)
aprendí cómo desprenderse un poco de lo que él denominaba “lo sentimental empalagoso”, Manú Dornbierer me aconsejó dónde diablos se habrían de colocar los dardos venenosos y en qué momento hacerlo, Paco Martínez de la Vega (creador del detective Peter Pérez) puso los letreros y las flechas que me condujeron al manejo de lo anecdótico; el compositor de “La huella de mis besos”, Severo Mirón, colaboró dejando sobre la mesa el cuasi perfecto manejo de la ironía y la forma de hacer creíble toda ocurrencia que le llegaba. A Cristina Pacheco le debo el entusiasmo mostrado en sus entrevistas con gente de oficios disímiles y marginados.
Habré de tocar pues un punto intermedio: una retrospección que parte de la etapa que recién ha dejado atrás la pubertad y que escucha a Leonardo Favio, luego a una niñez en la que el aire está invadido por Los Beatles y de callejones empedrados.
Y mientras eso sucede aparecerá un punto de fuga, un inevitable salto hacia arriba que impide todo regreso. El trabajo de la memoria es solitario. Pleno y solitario, debería subrayarlo.