Escribo a solas
Escribo a solas. Dos novelas inéditas, engargoladas al filo del escritorio son huellas de que me importa más haberlas escrito que publicarlas; escritas a solas y leídas en silencio de soledad, incluso por otros ojos que las han leído. A la derecha, envueltos en un cuaderno que ya parece viejo hay cinco cuentos más o menos cortos, escritos a mano y también a solas. No sé si lleguen a corregirse del todo ni quién será capaz de leerlos con la piedad y condescendencia, la miraba oblicua o la tenaz sincronicidad que merecen.
Escribo a solas que es también que asumo el riesgo de la loca solitaria que me lee creyendo que le hablo al oído o que me dirijo sin saber a ciencia cierta cuál la sola y única virtud que lleva en el alma el desalmado anónimo que lee los párrafos que fueron morados en la tinta negra de los diarios o en la selecta tipografía que elija la editorial que me publique. Escribo a solas y sin embargo, rodeado de fantasmas en sepia que escribieron sus propias soledades acompañadas o acompasadas por el inexplicable milagro de que todo lo que se escribe a solas ha de reunirse con la mirada del lector que cierra el círculo, quizá también a solas, para acompañarse a la distancia, así pasen los siglos.
Escribo a solas, sílabas y sentencias que se van hilando solas, entrelazadas por una música silente que las une para cierta razón de sinrazón en prosa, anhelando convertirse en verso o aforismo, sobrellevando la tentación de hacer la
crónica constante de cómo fluye la tinta y llega a la punta diamantina con la que escribe a solas el que necesita dibujar con un finísimo buril los muñequitos de posibles personajes que ansían volverse palpables. Escribo a solas.
Leo a solas a los escritores que escribieron a solas las páginas de aventuras que se multiplican y se comparten, aunque hay un resquicio en el hipotálamo que me confirma —cada vez que los leo— que fui yo solo, sin acompañamiento posible, quien seguía de cerca las andanzas de un enloquecido hidalgo manchego enfebrecido por el candente calor de un verano que lo hizo cabalgar por las páginas arrugadas de un libro inmenso que él mismo soñó en madrugadas para secarse el cerebro y fui solo al hostal donde se refugiaron los mosqueteros de una novela en francés. Leo a solas la geografía maravillosa de una selva de sílabas que recubren el manantial de un silencio llamado soledad durante más de un siglo y leo a solas los versos de un poeta que se multiplicaba a sí mismo, con diferentes horóscopos y biografías para todos los heterónimos que llevaba bajo la piel precisamente para confirmar que se escribe a solas. Escribo a solas sabiendo que alguien me lee o con la resignación semanal de que quizá nadie lea lo que se me ocurre compartir y escribo a solas sin pedir permiso ni aceptar censura. Escribo a solas, sin encargos o peticiones ajenas, como quien habla en voz alta para aliviar el hartazgo o impulsar la ilusión, fincar otra mínima esperanza o reconocer la derrota de cada día. Escribo a solas en la minuciosa caligrafía que vengo cargando desde los cinco años de edad, con las letras al revés y sus sonidos en la punta de la lengua que parece imitar el movimiento de las yemas de los dedos en el instante en que la pluma navega sobre el papel de la libreta o en el murmullo de las teclas que son el atrio de una pantalla que mañana mismo resucitan en papel periódico o pantalla plana ajena para mirada de otros ojos y canción de otras voces, aunque esencialmente se siente que —inevitablemente— escribo a solas.