Milenio Puebla

Miedo y culpa (en el restaurant­e)

- NICOLÁS ALVARADO

Nada me da más miedo en estos días que el anuncio de un ser querido de que ha ido o irá a comer a un restaurant­e a tratar un asunto de negocios. Entiendo la lógica de esas comidas —han sido parte de mi quehacer profesiona­l durante décadas—, conozco sus bondades — las viandas y las libaciones aceitan la conviviali­dad, el entorno no solo procura intimidad, sino que permite la discusión de temas que resultaría torpe tratar al teléfono o ante una computador­a— e incluso celebro lo que en su práctica haya de intención de apoyar a una industria que hoy vive su hora más negra.

No puedo, sin embargo, celebrarla­s: aún cuando el local respete la regla de reducir su aforo a 30 por ciento y su administra­ción observe todos los protocolos sanitarios, aun cuando los comensales sean pocos y se sienten en los extremos de una mesa amplia y dispuesta al aire libre, acudir con otra persona a un restaurant­e implica pasar muchos minutos —véase horas— en proximidad de otro sin la protección de un cubrebocas, lo que representa un riesgo de contagio muy alto en el pico de la curva, cuando hay en el país al menos 600 nuevas muertes por covid-19 cada día.

He advertido ya a muchos en contra de la práctica. He vivido con ellos —a distancia, desde luego— la angustia de saber que su contertuli­o haya dado positivo. En algún caso, he sido testigo de su propio contagio. Lo repito: aun cuando las autoridade­s dispongan otra cosa, no es buena idea acudir a un restaurant­e ahora; de ser imprescind­ible una reunión presencial, más vale tenerla en un entorno que permita que nadie se retire el cubrebocas.

Escribo esto y siento culpa. Porque son ya 90 mil los establecim­ientos cerrados en definitiva y 300 mil los empleos perdidos en una industria cuyas ventas alcanzan apenas 20 por ciento de las cifras de 2019 de acuerdo con datos del Inegi y la Canirac. Pero más culpa debería sentir el gobierno federal, que la ha dejado a la deriva, junto con sus trabajador­es.

A sus oídos sordos, no me queda más que contribuir con lo muy poco que puedo: pedidos a domicilio. (Aún los más exquisitos me dejan un regusto amargo. Cosas de la nueva normalidad).

Son ya 90 mil los establecim­ientos cerrados en definitiva

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