¡Pa’ qué alegamos si nos podemos matar!
Si los delincuentes pululan a lo ancho y largo del territorio nacional, cometiendo impunemente gran parte de los delitos consignados en la legislación penal, y el Estado no defiende a los hombres y mujeres de bien, parece lógico que debiera autorizarse a éstos, para su defensa personal, la de sus familias y propiedades, a portar armas con la misma capacidad de fuego que la utilizada por los perdularios.
Lo cierto es que vivimos en un Estado fallido, donde la impunidad escala un 95 por ciento y campea soberana, provocando la desconfianza generalizada en la procuración e impartición de la justicia, y propiciando el que se busque por propia mano. A la población suele importarle un bledo lo que en el futuro lleguen a resolver los jueces, de ahí las frecuentes condenas mediáticas a priori, y el sonar de campanas que por simples suposiciones o rumores invitan al frenesí de piras humanas en pueblos y rancherías. Suman cientos o miles los seres humanos que han sido lapidados y quemados vivos por ese “pueblo bueno y sabio”, según lo denomina el orate, inepto y embustero de Palacio Nacional.
Hay un hecho incontrovertible: somos un pueblo predominantemente violento, “somos de sangre caliente”. Los genes mezclados por la Conquista han dado una descendencia alebrestada. Los de verdad pacíficos no parecen ser mayoría.
Si los psiquiatras nos diagnosticaran, dirían cuán pocos mexicanos son mentalmente aptos para portar armas de cualquier tipo sin constituir un peligro para la sociedad.
Si el artículo 10 constitucional establece el derecho ciudadano a poseer una arma de fuego en su domicilio, y remite a lo que provea la ley sobre las condiciones, requisitos y lugares en que se podrá autorizar la portación, la solución no está en modificar las normas existentes, sino en que las autoridades cumplan con su principal obligación, que es, precisamente, cuidar los bienes y derechos de la población.
Armar a los ciudadanos es un despropósito: implica relevar, de hecho, la responsabilidad fundamental del gobierno, que es cuidarnos; aumentaría los delitos llamados “de ímpetu”, en donde el sujeto activo pasa rápidamente de la tranquilidad a la exaltación que lo lleva a conducirse irracional y delictivamente; los delincuentes harían ostensibles sus armas y escucharíamos con mayor frecuencia lo que es común entre hampones: “pa’ qué alegamos, si nos podemos matar”.
No nos engañemos, debe acabar este gobierno inepto, mentiroso y corrupto, para apoyar a otro que realmente quiera enfrentar a los violentos; por lo pronto, a cuidarnos como Dios nos dé a entender; sobre todo las mujeres, que deben ser siempre desconfiadas, estar alerta y evitar en lo posible las situaciones de mayor riesgo, porque ante la locura violenta en la que vivimos, a nadie le sirve tener la razón en la morgue.