Todos son iguales, sí, ajá
La disposición personal de reconocer las diferencias permite interpretar la realidad de mucho mejor manera. Es muy exasperante, en este sentido, escuchar la sentencia de que “todos son iguales” cuando algunas personas se refieren a los políticos. Pues no, señoras y señores, no todos se parecen ni mucho menos: los hay que son unos verdaderos canallas y otros, por el contrario, son gente muy decente. Tampoco la corrupción es la misma en todas las naciones del planeta —por más que se quiera ver como un rasgo inseparable de la condición humana— ni la deshonestidad es universal ni la democracia es globalmente descartable como un sistema de gobierno por no asegurar en automático el bienestar a los ciudadanos, entre otras tantas de las abusivas generalizaciones que se propalan en estos tiempos.
La reducción de las cosas a una rudimentaria cuestión binaria —negro o blanco, sin admitir ningún matiz— no sólo es muy perniciosa para el pensamiento en tanto que implica la renuncia a razonar sino que le abre la puerta, justamente por esa circunstancia, al fanatismo. El individuo sectario no se deja inquietar jamás por uno de los más saludables componentes del raciocinio, a saber, la duda. Los comunes mortales necesitamos de certezas, desde luego, y de algunas verdades absolutas. Pero el impulso de buscar el refugio final y definitivo en alguna creencia o ideología termina por estrechar en las personas su visión del mundo y, de paso, las conduce a la intolerancia. Los fanáticos son inmunes a la razón y ante cualquier argumentación recurren al avasallador arsenal de su dogma particular, un inventario hecho de principios que no se cuestionan, de negaciones, de desmentidos sin fundamento, de descalificaciones a lo diferente y de mentiras del tamaño de una casa que difunden, justamente, sin mayores reparos ni problemas de conciencia en su condición de adherentes fidelísimos a una causa.
El fanatismo parece haber resurgido como una fuerza amenazante justo cuando pensábamos que los cánones de la modernidad se habían consolidado en el espacio de lo público. El advenimiento de los caudillos populistas no tendría lugar, en estos momentos, sin la complicidad de amplios sectores de las poblaciones del planeta. El poder de la demagogia se alimenta de la renuncia a imaginar el mundo como un espacio diverso, difícil de comprender sin emprender una paciente exploración y necesitado, por lo tanto, de la curiosidad de quien no está ensimismado en los dictados de su cofradía.
En el orden de cosas dictado por los paladines del populismo no hay lugar para el debate civilizado. Lo que hay es intolerancia y brutalidad. Hay también un consustancial rechazo a quien piensa diferente en tanto que sus posturas representan un perturbador desafío a las certezas fabricadas por quienes no necesitan, ni quieren, entender que no “todos son iguales”.