Y, pues sí, los milagros son muy raros…
El futbol, ya lo sabemos, agita las emociones de los pueblos. Hay personas a las que no les interesa, desde luego, pero el hecho de que la trasmisión del partido que tuvo lugar entre México y la Argentina haya alcanzado las cotas más altas de audiencia televisiva en la historia de este país nos habla del impacto que tiene un deporte que no sólo es el que más siguen los mexicanos sino el más popular en todo el mundo.
Uno de los lugares comunes más socorridos se refiere al balompié como una metáfora de la vida o, en todo caso, como un reflejo de ciertos rasgos culturales en las diferentes naciones: los jugadores alemanes serían sólidos, los japoneses y los coreanos supremamente disciplinados, los brasileños alegres aparte de los más talentosos del universo futbolístico, los africanos muy capaces pero un tanto distraídos, en fin, estas apreciaciones se adentran directamente en el territorio de los prejuicios y las generalizaciones.
En lo que toca al Tri, no había razón alguna, hay que decirlo, para que un equipo que no ha podido imponerse a su rival histórico en los últimos cuatro partidos (tres derrotas y un empate ante los Estados Unidos) pudiere pasarle por encima a los argentinos. Pero ahí, justamente, en la esperanza de que aconteciera una suerte de milagro futbolístico, es donde el desempeño del equipo nacional se conecta con la idiosincrasia del mexicano, así sea como una mera
Solemos ilusionarnos con el acaecimiento de sucesos sobrenaturales
representación: solemos ilusionarnos, aquí, con el acaecimiento de sucesos sobrenaturales, por llamarlos de alguna manera, en lugar de que nuestra apuesta sea la paciente y metódica labor que necesitan los resultados.
El tema es que, habiendo esperado ese prodigio que no llegó —o sea, una vez acontecida la derrota y el subsecuente encuentro con la realidad— la vivencia de los sueños incumplidos se trasmuta en un consternado abatimiento, en una confirmación —otra más— de que nunca alcanzamos la plenitud, de que los grandes logros se nos escapan y de que nuestro destino está indeleblemente marcado por el fracaso. Dicho en términos futbolísticos, no anotamos goles, no ganamos partidos y no obtenemos títulos.
A la infantil desmesura de las primeras expectativas respondemos luego con tremebundas sentencias: “Jugamos como nunca y perdimos como siempre”, somos la raza del “ya merito”…
En 50 años las cosas serán diferentes, supongo.