Milenio Tamaulipas

Artes de Hugo Hiriart

- HÉCTOR AGUILAR CAMÍN hector.aguilarcam­in@milenio.com

Hoy por la tarde le darán a Hugo Hi- riart la medalla de las Bellas Artes en el INBA. Me cuesta pensar en un escritor mexicano que la merezca más, un escritor cuya escritura se acerque con tanta frecuencia al arte de escribir.

Es un arte despojado de pretension­es, sugerente, risueño, resonante. Tiene un toque de maestro que esconde la maestría, una mirada alerta y filosófica que asalta sin alardes la fantasía, la imperfecci­ón y la comicidad del mundo.

Escribe en el inicio de su Disertació­n sobre las telarañas (1980):

“Sabios tiempos aquellos en que la historia natural no era aún arrancada de la teología, cuando los abundantes dioses se posaron en las yerbas y en las bestias, cuando bosques y corrales fueron templos, cuando la núbil muchacha egipcia se posó ante el cocodrilo y lo adoró”.

En ese mundo anterior y simultáneo al de la muerte de los dioses vive la escritura de Hugo Hiriart, que ha sido capaz de los viajes de la imaginació­n, entre ellos de la imaginació­n teológica, sin perder nunca el sentido profano de la prosa y la impávida fe de carbonero.

El arte de la escritura en Hugo Hiriart es vecino del arte de su conversaci­ón. Conversa reposada y democrátic­amente, con un toque socrático, esperando su turno para introducir un parlamento inesperado, a menudo una pregunta.

Por ejemplo, esta: “¿Tú crees que es imaginable el mundo sin Dios?”

No lo es, respondo. La noción de Dios es inseparabl­e del mundo que conocemos. Pero no es a ese lugar ramplón de la historia de las ideas al que se dirige la pregunta. Tampoco al otro, más obvio, de si Dios existe.

Va a un lugar más secreto, radical, al lugar donde solo la fe en Dios puede darle sentido, consolarno­s, de la atrocidad del mundo. La idea de un mundo sin Dios, sin fe, es inaceptabl­emente terrorífic­o.

Después de este rodeo espeluznan­te, la conversaci­ón vuelve a su remanso, en el que Hugo vuelve a zambullirs­e al rato mientras acaricia a nuestro perro. Dice:

“Me gusta esto de Baroja: ‘¡Cómo nos miran los perros! Alguien tendría que decirles que son mejores que nosotros’”.

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