Tiempos del INE
El problema de este órgano es que desempeña dos tareas difíciles de conciliar: por una parte debe organizar las elecciones, lo que conlleva la participación o colaboración de los partidos y candidatos; por la otra, debe interpretar, reglamentar y hacer va
El instituto y su consejero presidente, Lorenzo Córdova, son autoridades confiables
En una competencia entre malos jugadores es inevitable que el árbitro sea cuestionado, independientemente de su buen desempeño. Llegar a la normalidad democrática no ha sido fácil, pero es un logro mayor del que muy pocos tienen conciencia y todavía son menos los que lo aprecian con orgullo. Así es porque se ha transitado a una democracia con un déficit de ciudadanía, con un bajo nivel de escrutinio y una muy mala calidad en la deliberación pública y, especialmente, porque los jugadores han abusado de su condición de poder en lugar de reconocer faltas y someterse a la autoridad. De manera recurrente remiten a la instancia electoral la razón de sus insuficiencias.
Lo cierto es que el país ha realizado una inversión histórica para construir autoridades electorales modernas, eficientes, imparciales y profesionales. El recorrido ha sido largo y todas las exigencias que presentó la oposición antes de la década de los 80 hoy son realidad. El esfuerzo ha fructificado y, en muchos sentidos, se ha mejorado. Sin duda, por la alternan cia y la calidad de la competencia se puede decir que, al cierre del siglo pasado, México arribó a una democracia electoral plena.
En el balance, se puede señalar que las autoridades electorales, sin lugar a dudas, son mejores que las organizaciones políticas. Cierto es que las elecciones y quienes las organizan cuestan mucho, pero también lo es que han sido los partidos los que han propiciado el que se haya creado una burocracia electoral sin paralelo en el mundo en cuanto a funciones, tamaño y gasto. Por ejemplo, el instrumento de identidad nacional continúa siendo la credencial de elector, con un costo muy elevado para el INE.
Los integrantes del Consejo General del INE, actuales y los del otrora IFE, en su abrumadora mayoría han sido ejemplares en su actuación. Incluso, los miembros y presidente del Consejo que tuvo bajo su responsabilidad la elección de 2006 y que fue prácticamente defenestrado por el ánimo de venganza de los dos perdedores de los comicios y por el complejo de culpa de quienes ganaron. La reforma electoral de 2007 contiene algunos avances, pero también severos retrocesos que restringen las libertades políticas de los ciudadanos y que fortalecen la partidocracia al obstruir la democracia interna en los partidos e impedir la formación de nuevas organizaciones políticas. También esta reforma generó una relación complicada del INE y los medios de comunicación por el modelo de control y de uso de los tiempos del Estado para los electrónicos.
Se ha incurrido en errores, pero tam- bién se ha aprendido; las insuficiencias jurídicas de anteriores consejeros se han superado. Muchos de los problemas que encara la autoridad son más bien resultado de la deficiencia y el detallismo en las normas aprobadas por el Congreso. También estimo que el problema del INE es que desempeña dos tareas difíciles de conciliar. Por una parte, debe organizar las elecciones, lo que conlleva la participación o colaboración de los partidos y candidatos y, por la otra, debe interpretar, reglamentar y hacer valer la ley. Es decir, también actúa como órgano jurisdiccional imponiendo sanciones o resolviendo controversias que por igual afectan a los mismos partidos y candidatos, así como a autoridades y medios de comunicación.
El INE es garantía de certeza jurídica e imparcialidad, pero también enfrenta la explicable postura de muchos actores, no solo partidos y candidatos, interesados en influir en las determinaciones de autoridad y, por lo mismo, motivados a que el INE no cuente con la fuerza, el prestigio y la autoridad moral necesarias a su cometido. Lamentablemente, son muchos los que participan de este muy calculado juego de conceder y golpear al INE a partir del interés propio.
Se da el caso de que quienes más cuestionan e impugnan al INE, claramente el caso de Andrés Manuel, son los que con flagrancia contravienen las normas que regulan los requisitos para participar en las contiendas electorales. El ahora candidato de Morena y, en su momento, Ricardo Anaya emprendieron una campaña de promoción personal anticipada con recursos públicos a través de las prerrogativas de los partidos y eso generó una inequidad que ha viciado de origen la contienda presidencial.
El INE ha sido sometido también a una injusta crítica por su desempeño en el tema del registro de los independientes, a pesar de que realizó un trabajo muy encomiable y a pesar de que la norma o la desconfianza de unos y otros no permite o no aconseja flexibilizar procedimientos. El fallo del Tribunal Electoral que reestablece a Jaime Rodríguez en la boleta no es un cuestionamiento al INE, al menos no se advierte, si se estudia con cuidado las consideraciones de sentencia, resolución que se aprobó por mínima diferencia y con el voto contrario de la magistrada presidente al proyecto. En este caso no ha sido el INE ni la unidad técnica encargada de la revisión de las adhesiones ciudadanas de los candidatos los que han sido puestos en entredicho, sino el mismo órgano jurisdiccional. Es lamentable la actitud de los independientes afectados con la negativa de registro inicial, mucho más la de quien tuvo el discutible y opinable beneficio de la resolución jurisdiccional.
El INE es un órgano de autoridad confiable. También lo es el Consejo General, su presidente, Lorenzo Córdova, y el titular de la Secretaría Ejecutiva, Edmundo Jacobo. Tienen en los próximos meses una seria responsabilidad para lograr una elección ordenada y con resultados convincentes, no a los jugadores, sino al conjunto de la sociedad. La resolución del Tribunal que ordena la inclusión de Jaime Rodríguez en la boleta de candidatos presidenciales ha sido una prueba al temple y resiliencia de los integrantes del Consejo. Es importante que ellos no repitan la dosis que le propinan de manera recurrente los afectados por sus resoluciones. Lo que corresponde es acatar, dejarse de controversias y centrarse en la responsabilidad presente de que al final el público pueda quedar satisfecho con el resultado de la contienda.