¡Cerremos ya de una vez el piojoso AICM, por favor!
Uno de los señalamientos que se nos hacen a los escribidores que osamos opinar sobre el nuevo aeropuerto es que no somos especialistas, que no sabemos sobre temas como el espacio aéreo, la cimentación de pistas y los vientos dominantes, entre otros tantos. Mucho menos estamos enterados de los negocios de las constructoras, las raterías, los sobornos y los sobrecostes del proyecto. Pero, somos viajeros, de todas maneras. Y cuando nos subimos a un avión podemos, ahí sí, apreciar a simple vista las abismales diferencias entre el aeródromo de la capital mexicana y, digamos, los de Dallas-Fort Worth (DFW) o París (CDG): allá, te asomas por la ventanilla y miras que otro aparato está aterrizando exactamente al mismo tiempo que el tuyo en una pista paralela lo suficientemente distante como para permitir operaciones simultáneas; la iluminación de las pistas es espectacular y están bien pavimentadas —todas, las de carreteo y las de despegue—; los pasillos y las salas exhiben impecables terminados; los controles de pasaportes se realizan prontamente y cuando la gente llega a amontonarse entonces los empleados abren otras filas; los equipajes son entregados con rapidez y hay letreros luminosos que te avisan del tiempo que se tardarán en llegar a las bandas (el avión en que volvió mi hija de un viaje aterrizó en el AICM, hace unos días, a las 3h17 de la mañana; pues, terminó ella saliendo a las cinco de la madrugada de la Terminal 2); en fin, los tocadores son amplios —han sido pensados, justamente, para recibir decenas de viajeros, no para que te plantes en una cola por querer tan sólo hacer pis— y están limpios, no hieden a orina como los de aquí.
Estas son meras observaciones de un viajero frecuente, no dictámenes de un especialista. Ahora bien, justamente en esa condición de primerísimo afectado —al igual que Obrador, cuando viaja en avión, y que millones de otros usuarios— es que me permito proclamar abiertamente que un país grande e importante como el nuestro no debiera tener un aeropuerto internacional tan piojoso, con perdón. El que se construyan dos pistas en Santa Lucía —o en Pachuca, si les viene en gana— no va a transformar de un plumazo las ruinosas instalaciones del mentado AICM. Si los mexicanos no fuéramos tan enredosos (y tan enemigos de la modernidad), lo hubiéramos cerrado hace por lo menos una década. Pues eso.