El debate nacional nos aísla en tribus
La existencia de una Guardia Nacional, la estrategia contra el robo de combustibles, la desesperación de miles de personas formadas para comprar gasolina. México, sin importar el tema, tiende a discutirse a sí mismo como el adolescente necesitado de reafirmar una personalidad en formación. Aquí los debates se dan en burbujas que no logran extender sus angustias fuera de ellas, y son rebatidos con el comportamiento de las tribus. Cada una ocupándose de una muy particular preocupación, eludiendo la responsabilidad de contemplarlas todas.
El debate sobre un país se tiene a distintos niveles, según la responsabilidad que éstos tengan. El resultado dependerá tanto de su madurez como de su evolución. Primero nos organizamos en familias, luego en tribus y más tarde en clanes. Mucho después inventamos el Estado. Ese lugar que protege las divergencias.
Aunque los problemas se distinguen por su jerarquía con relación al daño que provocan, es de un gigantesco peligro desechar las preocupaciones de un individuo solo a partir de las propias. Por encima de la diferencia jerárquica, nuestras tribus defienden lo que están convencidas es verdad sobre de la inquietud ajena, reafirmándose en ejercicios de estima inigualables.
En el aparentemente imparable deterioro del discurso, el golpe de orgullo al pecho identifica a quienes se aplauden y derrochan frases de desprecio a los otros, que llegan a ser tan poco para ellos.
A pesar de las distancias, el racional se impone por igual. Se minimiza la preocupación por una estrategia en la que los derechos humanos estén en riesgo, o las tareas civiles se entreguen a estructuras no civiles. Se descalifica que una persona se angustie por la imposibilidad de comprar el combustible que mueve a su familia. Los menos estarán equivocados porque los más aseguran tener la gran razón, pero ¿qué razón es más fuerte para el individuo que aquella que atenta contra sus seguridades? En un punto, invariablemente, la pérdida de Constantinopla para uno será la pérdida de una guarida para otro. La administración de las consecuencias es el peso que carga un Estado frente a los ciudadanos.
Cuando existe la necesidad de mostrar el menosprecio por las angustias de otro, tal vez sea adecuado detenerse a revisar hasta qué punto estamos dispuestos a restarle importancia a ese individuo.
Creamos Estados para contener los diversos daños, a la vez que les otorgamos la capacidad de distinguir sus jerarquías y de actuar ante cada uno. Su aparato debe asumir los costos de lo que considere el mal menor. Para protegerse de sus efectos, tiene la obligación de prever todas las consecuencias. Sin previsión, el tiempo cobrará los costos, incluso si éstos no fueron aceptados con anticipación.
Descubrimos lo primitivo de nuestro comportamiento en la voracidad que empleamos para defender lo que intenta contradecir nuestras convicciones. La manifestación primitiva se desenvuelve según su entorno y época; será desde el poder de un gobernante, o en la virulencia de un espacio virtual. Hoy, no hay mejor guillotina que la perorata.
Quizá, también, sería adecuado recordar que todo juicio del momento será un juicio limitado. El momento siempre se juzga a posteridad.