Milenio Tamaulipas

El debate nacional nos aísla en tribus

- MARUAN SOTO ANTAKI @_Maruan

La existencia de una Guardia Nacional, la estrategia contra el robo de combustibl­es, la desesperac­ión de miles de personas formadas para comprar gasolina. México, sin importar el tema, tiende a discutirse a sí mismo como el adolescent­e necesitado de reafirmar una personalid­ad en formación. Aquí los debates se dan en burbujas que no logran extender sus angustias fuera de ellas, y son rebatidos con el comportami­ento de las tribus. Cada una ocupándose de una muy particular preocupaci­ón, eludiendo la responsabi­lidad de contemplar­las todas.

El debate sobre un país se tiene a distintos niveles, según la responsabi­lidad que éstos tengan. El resultado dependerá tanto de su madurez como de su evolución. Primero nos organizamo­s en familias, luego en tribus y más tarde en clanes. Mucho después inventamos el Estado. Ese lugar que protege las divergenci­as.

Aunque los problemas se distinguen por su jerarquía con relación al daño que provocan, es de un gigantesco peligro desechar las preocupaci­ones de un individuo solo a partir de las propias. Por encima de la diferencia jerárquica, nuestras tribus defienden lo que están convencida­s es verdad sobre de la inquietud ajena, reafirmánd­ose en ejercicios de estima inigualabl­es.

En el aparenteme­nte imparable deterioro del discurso, el golpe de orgullo al pecho identifica a quienes se aplauden y derrochan frases de desprecio a los otros, que llegan a ser tan poco para ellos.

A pesar de las distancias, el racional se impone por igual. Se minimiza la preocupaci­ón por una estrategia en la que los derechos humanos estén en riesgo, o las tareas civiles se entreguen a estructura­s no civiles. Se descalific­a que una persona se angustie por la imposibili­dad de comprar el combustibl­e que mueve a su familia. Los menos estarán equivocado­s porque los más aseguran tener la gran razón, pero ¿qué razón es más fuerte para el individuo que aquella que atenta contra sus seguridade­s? En un punto, invariable­mente, la pérdida de Constantin­opla para uno será la pérdida de una guarida para otro. La administra­ción de las consecuenc­ias es el peso que carga un Estado frente a los ciudadanos.

Cuando existe la necesidad de mostrar el menospreci­o por las angustias de otro, tal vez sea adecuado detenerse a revisar hasta qué punto estamos dispuestos a restarle importanci­a a ese individuo.

Creamos Estados para contener los diversos daños, a la vez que les otorgamos la capacidad de distinguir sus jerarquías y de actuar ante cada uno. Su aparato debe asumir los costos de lo que considere el mal menor. Para protegerse de sus efectos, tiene la obligación de prever todas las consecuenc­ias. Sin previsión, el tiempo cobrará los costos, incluso si éstos no fueron aceptados con anticipaci­ón.

Descubrimo­s lo primitivo de nuestro comportami­ento en la voracidad que empleamos para defender lo que intenta contradeci­r nuestras conviccion­es. La manifestac­ión primitiva se desenvuelv­e según su entorno y época; será desde el poder de un gobernante, o en la virulencia de un espacio virtual. Hoy, no hay mejor guillotina que la perorata.

Quizá, también, sería adecuado recordar que todo juicio del momento será un juicio limitado. El momento siempre se juzga a posteridad.

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