Música callada
Cuando el bajo asume un misterioso tumbao que se entrelaza con la mano izquierda al piano, o bien cuando una parvada de violines parece jugar tras una red con el conjunto de violas que se dedican a contrapuntear o colaborar en el apuntalamiento de una naturaleza imaginaria, un jardín invisible que se inventan los oídos. También, cuando las seis cuerdas de una guitarra antojan el capricho de un saxofón y al fondo, tres trombones parecen clonarse en llovizna ronca y quizá también cuando todo eso se funde con una voz que merecería tener una estatua en medio de una avenida arbolada; como cuando escuchamos la hipersensible costura de un violín a solas que parece dirigir él mismo a la orquesta entera con la taquigrafía de su arco, mientras se despeinan uno o dos largos cabellos de su crin al riesgo de que una de las cuerdas de tripa pura de gato maúlle fuera de tono.
Nos hemos especializado en confirmarnos como auditorio a distancia. Sea en bocinas de variada veracidad o en audífonos de nítida reproducción directamente a los tímpanos, el confinamiento ha prolongado las horas que le debemos a la música y parece justo agradecer, tanto como a cada uno de los libros con sus letras, a cada uno de los instrumentos con sus matices el salvoconducto para la liberación de los tedios, la prolongación de silencios, el dolor que llega como noticia o los miedos que se filtran entre sombras. Debemos un vale de extraordinaria gratitud a la melodía pegajosa que nos ayudó a lavar la ropa o secar la vajilla, tanto como a la sinfonía con la que empezó un día cualquiera oliendo a domingo siendo jueves.
Hagamos un personal recuento de la música que finalmente pudimos escuchar sin la prisa de movernos y sin salirnos de un ámbito más íntimo, el descubrimiento involuntario de una joya ancestral o de una melodía recién nacida entre los dedos de un genio que parecía estar jugando, sentado aquí al lado, soñando que la vida volverá a cantarle todas las magníficas felicidades que merecen él y su perro.