El hombre que susurraba a los balones
Recogió el balón a unos metros del área y con el instinto de los hombres de campo olfateó el viento, calculó la distancia y midió el tiempo: había encontrado el horizonte perfecto. Entonces arqueó la espalda, entrecerró los ojos, levantó un hombro, agachó el cuerpo y arrullándolo con las manos, lo colocó en el pasto como si fuera a sembrar un momento.
Después, con la dedicación del artesano y la sabiduría del labrador, hizo el itinerario completo: parte interna, impacto horizontal, movimiento inicial, parabólica simple, límite vertical y caída en espiral. Con todos los elementos dispuestos llegó la hora de cobrar: el rival levantó una barrera, el portero se cubrió con ella, el tirador fijó las coordenadas y el estadio aclaró sus gargantas.
Cargada su pierna izquierda miró al silbante, y un segundo antes de patear se detuvo un instante: levantó la cabeza, giró con firmeza, perfiló su pierna derecha, apuntó la flecha y dio un paso adelante.
Sin ninguna explicación, cambió los ejes de rotación y traslación susurrando una misión al balón: darás en el aire una vuelta, entrarás por el ángulo de esa puerta y te convertirás en gol.
Desde que se fue Benjamín Galindo, no ha nacido en México otro futbolista que le hable al balón. La clase de Galindo es el elemento que permite al juego detener el tiempo. Todos llevamos un recuerdo del maestro en nuestras mochilas de aficionado. Zurcido a mano, era un diez tan grande que en su espalda cabía un diecisiete.
Su carrera explica uno de los grandes misterios del futbol: los cracks nacen, no se hacen. Era tan diferente al resto, que marca diferencias hoy. Dueño de un carisma silencioso, su talento fue uno de los secretos mejor guardados del futbol. En su forma de jugar y de vivir, siempre hay una idea que cambia el destino a la jugada. Los que conocemos la fortaleza mental de Benjamín Galindo sabemos que en su cabeza habita la esperanza.
La clase de Benjamín Galindo es el elemento que permite al juego detener el tiempo