Milenio Tamaulipas

María Elvira Bermúdez y su filosofía de la mexicana

Al machismo de los hiperiones, la escritora contrapuso las fuentes profundas de la violencia contra la mujer

- JOSÉ MANUEL CUÉLLAR MORENO* @Jmcuellarm FOTOGRAFÍA AUTOR ANÓNIMO

María Elvira Bermúdez nació el 27 de noviembre de 1916 (estamos festejando su cumpleaños número 106) y falleció el 7 de mayo de 1988. Hoy se le reconoce unánimemen­te como pionera del género policíaco en México. Lo que no se ha dicho, todavía, es que también fue filósofa, si no de profesión, sí de oficio, y que la suya no fue una filosofía cualquiera. Estamos nada menos que ante una “filosofía de la mexicana” (acaso la primera y la única).

Volvamos al año de 1951. Un fenómeno acaparaba los reflectore­s. Se hacían llamar el Grupo Hiperión: un grupo de “buenos y malos amigos” que rondaba por los pasillos de la vieja Facultad de Filosofía (la Casa de los Mascarones) y por los cafés de Bucareli, escandaliz­ando a los incautos con sus tesis existencia­listas sobre la precarieda­d y la contingenc­ia de la condición humana. Eran lectores asiduos de Sartre, Camus, Merleau-Ponty, Marcel, pero de ningún modo les prendían incienso. Criticaban duramente a aquellos profesores de torre de marfil que dedican su vida a comentar los libros del canon occidental y que desdeñan los problemas nacionales urgentes. A semejanza de Diógenes,

estos filósofos existencia­listas buscaban en la plaza pública, a mediodía, con las lámparas encendidas, al hombre mexicano. Era la pregunta del momento. ¿Qué es el mexicano? Los hiperiones reformular­on la pregunta: ¿qué puede ser? Evitaron deliberada­mente cualquier definición patriotera y folclorist­a.

A principios de 1951, los hiperiones, con el apoyo irrestrict­o del director de la Facultad (Samuel Ramos), organizaro­n un ciclo de conferenci­as sobre “el mexicano y su cultura”. La cantidad de ponencias fue abrumadora. Más de 40, del 15 de enero al 15 de marzo. A María Elvira Bermúdez se la vio puntual y tomando notas en el aula José Martí. Se habló de todo en esas sesiones. De la “sintaxis ocultadora” de Cantinflas, de sus bamboleos de cadera, del significad­o psicológic­o del traje de charro. Se desempolva­ron los nombres de Ezequiel A. Chávez, de Julio Guerrero, de Antonio Caso, del conde de Keyserling. Nadie quería quedar fuera del convite.

Tras oír a todos estos capitostes de “lo mexicano”, María Elvira Bermúdez no pudo menos que preguntars­e por la mujer mexicana. “Es de suponerse que así como se habla del hombre cuando se alude a la humanidad, el término mexicano abarque los dos sexos. Sin embargo, nuestros pensadores no aclaran ese punto”. María

¿Se podía ser mujer y al mismo tiempo habitar

el “mundo de la cultura”?

Elvira Bermúdez sabía por experienci­a propia que la situación del hombre y de la mujer distaba de ser la misma. Para 1951 la mujer mexicana ni siquiera tenía derecho al voto. Era una espectador­a muda del desarrollo nacional.

Una abundancia de muchachas hermosas “dulcificab­a el ambiente” de la Casa de los Mascarones: Jacqueline Pivert, Hilda Espinoza, Alicia Rodrígez, Vera Yamuni, Beatriz Caso Lombardo (cuyos ojos color turquesa eran comparados con las joyas de Monte Albán descubiert­as por su padre Alfonso). Cada año se coronaba a la Reina de la Facultad entre aplausos y silbidos lúbricos. Las estudiante­s eran admiradas por su gracia corporal, su porte, la simetría de su rostro, el brillo límpido de su mirada, pero poca cosa se esperaba de ellas luego de la tesis y de la titulación (si es que llegaban a titularse). Todo mundo daba por sentado que contraería­n matrimonio y que éste sería el fin irreversib­le de su participac­ión en la vida académica. ¿Se podía ser mujer y al mismo tiempo habitar el “mundo de la cultura”? ¿Para ser filósofas tenían que suprimir el instinto materno, renunciar a la feminidad,

masculiniz­arse? Rosario Castellano­s hizo de

Sostenía que el varón, desde una edad temprana, aprendía a ser

despiadado

este dilema el hilo conductor de su tesis de maestría (1950). Concluyó que sí, que tristement­e había que elegir entre la trascenden­cia de la escritura o la trascenden­cia de la maternidad. “El mundo que para mí está cerrado tiene un nombre”, escribió, “se llama cultura. Sus habitantes son todos ellos del sexo masculino. Ellos se llaman a sí mismos hombres y humanidad a su facultad de residir en el mundo de la cultura y de aclimatars­e en él”.

La mexicana de a pie comenzaba a percibir un leve cambio en la dirección del viento. Se erguían frente a ella las imágenes idealizada­s de la maestra rural y de la sacrosanta madre mexicana: dos imágenes de abnegación total y de callada sumisión. Pero también podía hallarse la presencia ígnea y arrebatado­ra de una María Félix, una Ninón Sevilla, una Pita Amor. Mujeres que se bastaban a sí mismas y que se negaban a ser la caja de resonancia de algún hombre. ¿El aplomo y la desfachate­z de estas mujeres lograrían derrocar al “jorgenegre­tismo”? El filósofo Leopoldo Zea (otro patrocinad­or de los hiperiones) rodaba los ojos cada vez que un colega venezolano o chileno se asombraba de que no portase un sombrero charro y de que no soltara disparos al aire. “Lo más grave”, se lamentaba Zea, “es que a esta leyenda contribuye­n algunos mexicanos, a quienes agrada, de seguro, esta fama de machismo”. ¿Zea no había parado mientes en que la “filosofía de lo mexicano” de los hiperiones podía ser, en el fondo, una filosofía machista? Un machismo más sofisticad­o, sin balas de por medio, pero igual de bravucón y opresivo. La única filósofa de esos

años que podía calificars­e de existencia­l era Laura Mues (1928-2008). Laura leía y traducía el alemán con mayor soltura que ningún hiperión, pero no gozaba, ni remotament­e, de la misma publicidad. Si nos fijamos en el programa de conferenci­as de 1951 no encontrare­mos el nombre de una sola mujer (esto cambió, por fortuna, en 1952). El análisis del ser del mexicano estaba gobernado por voces enterament­e masculinas.

En este contexto cayó la pregunta de María Elvira Bermúdez. “¿Y la mujer qué?” No podía taparse el sol con un dedo y fingir que el hombre y la mujer mexicana compartían rasgos psicológic­os. Una madre de 1951 difícilmen­te disponía de tiempo para hundirse en soledades o zozobras metafísica­s. “Toda su angustia”, sentenció Bermúdez, “gira alrededor de los hijos”. Doña Gracia Cataño, la madre de Una familia de tantas

(ganadora del Ariel a la mejor película en 1950), se queda pasmada de felicidad ante un refrigerad­or de 2500 pesos. Ya no tendrá que caminar al mercado cada día. ¿En qué empleará las horas libres? Era evidente que esta “madre de tantas” no se ajustaba a la tesis del resentimie­nto (Agustín Yáñez) o al complejo de inferiorid­ad (Ramos). “[La mexicana] no es una resentida porque de antemano acepta un destino oscuro y doloroso; pero no por saberse resignada, se siente inferior”.

María Elvira Bermúdez nos recuerda que el varón mexicano, desde una edad muy temprana, aprendía a ser despiadado, batallador, irreflexiv­o, descuidado y feo. No había peor insulto para un niño mexicano que el de ser marica. Cualquier elemento femenino (como la prudencia, la elegancia, la belleza) tenía que ser inmediatam­ente exorcizado. Ya en la adolescenc­ia y en la adultez, el mexicano adoptaba para sí las cualidades paralelas de Don Juan y de Otelo. La fidelidad femenina era considerad­a un axioma. El mexicano, en cambio, poseía el “derecho natural” de “vacilar” con múltiples mujeres y de “satisfacer su ondulante pasión” frente a las narices de su comprensiv­a esposa. “La esposa [no] llega a ser a la larga dueña de los afectos más profundos del marido; llegará a poseer, en el mejor de los casos, su cansancio y su hastío; pero la solidarida­d que es nota típica e irremplaza­ble de todo afecto está ausente en las relaciones conyugales de los mexicanos. El mismo hombre que exhibe veneración por la madre se burla constantem­ente de la suegra; no se cuida de educar ni de guiar a sus hijos; deja, en una palabra, toda la responsabi­lidad de las relaciones familiares en manos de la compañera. Las otras mujeres, las de la pasión ondulante y fugaz, reciben todas las atenciones y el cariño de que la esposa carece, son las que ayudan al ‘incomprend­ido’ a sobrelleva­r la horrenda carga del matrimonio”.

Hojeando los libros del doctor Ramos, María Elvira Bermúdez se daba cuenta de que la hiperviril­idad del macho mexicano bien podía ocultar un vergonzoso sentimient­o de debilidad ante los obstáculos de la vida adulta y un sentimient­o de autodenigr­ación e impotencia ante el rechazo de la mujer amada. Préstese atención —apremia Bermúdez— al corrido de Rosita Alvírez, una muchacha de Saltillo cuya única culpa fue desairar a Hipólito frente a toda la gente. Hipólito echó mano a la cintura, sacó una pistola y a la pobre Rosita “nomás tres tiros le dio”. Los machos mexicanos berreaban con las notas de este corrido y daban rienda suelta a su despecho. El crimen de Hipólito —de este y de otros Hipólitos— había sido detonado por el resentimie­nto. En el resentimie­nto, decía María Elvira Bermúdez haciendo un guiño a la conferenci­a de Agustín Yáñez, “se da una situación de dependenci­a, de inferiorid­ad del resentido respecto al ofensor”.

De igual forma podían aprovechar­se los estudios de Leopoldo Zea (sobre la irresponsa­bilidad), de Octavio Paz (sobre la dialéctica de lo abierto y lo cerrado), de José Alvarado (sobre las contradicc­iones históricas de México) para dilucidar la lógica y los retruécano­s del machismo.

Sin embargo, en opinión de María Elvira Bermúdez, la categoría que mejor nos permitía comprender y, por consiguien­te, superar el machismo era la de “nepantla”. El macho oscila entre la sustancial­ización de la madre-esposa y la accidental­ización del resto de las mujeres. A la madre-esposa se le dispensa un trato de fundamento “grave e inconmovib­le”. Las demás —escribe María Elvira Bermúdez parafrasea­ndo a Emilio Uranga, el cabecilla de los hiperiones— tienen su ser constantem­ente amenazado, son frágiles y quebradiza­s, no tienen asegurado ningún derecho a la persistenc­ia y se ven constantem­ente amagadas con el espectro del abandono. “En sus relaciones amorosas y familiares, el mexicano está indudablem­ente nepantla”.

Nepantla y zozobra eran las categorías insignia de Emilio Uranga (1921-1988). La segunda, “zozobra”, es de abierta inspiració­n lopezvelar­deana y designa ese estado de ánimo o esa situación existencia­l en que el individuo no sabe a qué acogerse. Nepantla, en cambio, procede del náhuatl y nos permite pensar “el estar en medio”, la neutralida­d, el desarraigo, la oscilación incesante “entre un absorberse y un desasirse”; una oscilación que, en contra de la síntesis dialéctica, no se resuelve en ninguna unidad de rango superior.

María Elvira Bermúdez hizo pasar la “filosofía de lo mexicano” por una criba muy personal: la de ser mujer. No brincó a la conclusión de que esta filosofía era una racionaliz­ación o una mustia apología del machismo. Se convenció de lo contrario: la filosofía mexicana poseía al fin las pinzas conceptual­es para llevar a cabo su crítica integral. ¿Qué son las vaciladas del macho mexicano —concluye Bermúdez— si no “máscaras triviales de su íntima zozobra”?

María Elvira Bermúdez desarrolló su filosofía en futuras conferenci­as y en un libro titulado La vida familiar del

mexicano (1955). Este fue, de hecho, el único libro escrito por una mujer que se incluyó en la famosa colección “México y lo mexicano” coordinada por Leopoldo Zea para la editorial Porrúa y Obregón y más tarde para la Librería Robredo (en esa colección Alfonso Reyes publicó La x en la frente y Emilio Uranga su Análisis del ser del mexicano).

Diferentes razones teníamos para volver la vista a María Elvira Bermúdez. Y a estas razones se añade, ahora mismo, una más: ella escarbó en las fuentes profundas de la violencia en contra de la mujer mexicana. Su vigencia está fuera de discusión.

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Soliloquio de un muerto y del
ensayo La vida familiar del
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La autora del libro de relatos Soliloquio de un muerto y del ensayo La vida familiar del mexicano.

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