MUJER Y EDUCACIÓN
Las mujeres conforman más del 50% de la población. Sin embargo, es hasta a mediados del siglo XX cuando la mujer profesionista se integra al desarrollo productivo.
Como es sabido, la educación ha ido evolucionado con el transcurso del tiempo entre las sociedades, y éstas han brindado un trato diferente a las mujeres y a los hombres, lo que necesariamente se refleja en las distintas oportunidades educativas para unas y para otros. En nuestro país, las mujeres conformamos un poco más de 50% de la población total; sin embargo, a pesar de ser mayoría, tenemos una baja incidencia en las decisiones de los ámbitos político, social y cultural, además de no ser tomadas en cuenta para la resolución de asuntos que se vinculan directamente con la salud y la educación. Más aún, podemos afirmar que, en muchas regiones de alta marginación en el territorio nacional, las mujeres solo existimos como un dato estadístico.
La lucha por los derechos de la mujer no es una historia reciente; uno de los antecedentes más emblemáticos relacionado con los derechos humanos es la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en el marco de la Revolución Francesa. Esta declaración tuvo como propósito, el reconocimiento de la igualdad jurídica y el establecimiento de derechos políticos y libertades públicas; sin embargo, era solo para los hombres. En respuesta a esto, las mujeres fundaron clubes revolucionarios y grupos para combatir la discriminación, proponiendo en el año de 1791, la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, la cual no solo tuvo poca o nula aceptación, sino que, por el contrario, muchas mujeres fueron perseguidas y su autora decapitada.
En el ámbito político mexicano, la mujer obtiene su derecho al voto en 1953, y el acceso a la educación superior desde 1960, pero no fue sino hasta alrededor de 1970 cuando la mujer realmente comienza a incursionar de manera generalizada en la educación superior (Quintanilla, 2004, 185).
A mediados del siglo pasado, cuando la mujer profesionista comienza a integrarse al desarrollo productivo, se enfrenta a una exclusión de oportunidades y a condiciones adversas respecto a los hombres, como el hecho de que en algunos centros de trabajo los espacios no estaban preparados para ellas, careciendo muchos de ellos de baños para mujeres, o bien a ambientes hostiles propios de una cultura machista donde los hombres no aceptaban que una mujer les impartiera órdenes.
Asimismo, la mujer con educación superior se enfrenta a otro fenómeno en los años 1960-1970. Dentro del matrimonio los derechos entre hombre y mujer fueron diferentes, relegando a esta última a un papel marginal, puesto que se le atribuían meras funciones reproductivas, de trabajo doméstico y de cuidado de los hijos ( Rodríguez, 1987, 21), desempeñando una doble carga de trabajo; como ama de casa y como generadora de ingresos económicos.
Para Ivette Roudy (1983), las diferencias entre los sexos deben ser consideradas en términos absolutos para poder darles su significación completa en relación con las necesidades educacionales no satisfechas. La participación de la mujer en la educación superior no fue un logro fácil, ya que para conseguirlo fue necesario asumir retos culturales como fue el hablar con los padres para exponerles que se quería estudiar una licenciatura, ante lo cual oponían resistencia con argumentos tales como que la mujer debería estudiar para maestra de primaria, secretaria, corte y confección o cursos de cocina, o que muchas de las carreras, como las ingenierías, eran solo para los hombres.
La década de los 70 se caracterizó por la aparición de múltiples movimientos feministas. La primera Conferencia Mundial de la Mujer y el Foro Paralelo de las Organizaciones Feministas, llevados a cabo en México en el año de 1975, impulsaron los derechos reproductivos, así como la creación de Unifem (organismo especializado en la mujer, perteneciente a la ONU).
Paralelamente, se creó el Tribunal Internacional sobre los Crímenes contra las Mujeres, uno de los precursores de la Corte Penal Internacional. En esta década también se adoptó uno de los principales instrumentos de protección a las mujeres; la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés, en 1979), en la cual se reconocen los derechos políticos, económicos, sociales y culturales de las mujeres.
Podemos concluir que la perspectiva de género y la inclusión de marcos igualitarios en el sistema educativo redunda en beneficio de todas y todos y no solo de las mujeres. Es importante para los hombres que existan mandatos menos rígidos y relaciones más igualitarias, ya que la perpetuación de los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres afecta negativamente también a ellos, por lo que se hace necesaria la puesta en marcha de contenidos y prácticas igualitarias que promuevan una educación que brinde a la población femenina y masculina el ejercicio pleno de todos sus derechos, un proyecto que debe ser compartido por toda la comunidad.
La participación de la mujer en la educación superior no fue un logro fácil, ya que para conseguirlo fue necesario asumir retos culturales