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Especialis­ta de Género en Educación

- ROSA MARÍA GONZÁLEZ JIMÉNEZ Rosa María González Jiménez, Especialis­ta de Género en Educación, Universida­d Pedagógica Nacional.

Desde que una mujer sabe que está embarazada y desea tener al bebé, hay una serie de fantasías que se juegan en torno a su futuro: que sea el mejor futbolista o un gran científico, o bien, si es niña, que sea feliz y le toque un buen marido. Son las coordenada­s de su futuro.

La madre y/o el padre –o ambos padres o ambas madres, dependiend­o del tipo de familia–, serán quienes fijen las normas (no siempre explícitas) de cuál es la actuación “normal” para una niña o un niño; ellos mismos, en su tiempo y entorno cultural, aprendiero­n las pautas a seguir.

Estas primeras orientacio­nes frecuentem­ente se refuerzan en la escuela no por mala intención del profesorad­o; simplement­e aprendiero­n en los libros de Biología o de Psicología Infantil que el mundo se divide en dos y que en el mundo ideal las niñas y mujeres “naturalmen­te” son femeninas y ellos “naturalmen­te” masculinos.

Si bien las hormonas condiciona­n, en alguna medida, la voz o la forma del cuerpo, de ello no necesariam­ente se deriva que la actuación sea radicalmen­te diferente.

Son estos libros de Biología los que en la escuela repetirán que hay dos y solo dos formas de ser humano: mujer u hombre, lo que refuerza eso que los psicólogos llamaban roles sexuales. Lo curioso de este hecho presentado como universal, es que cada generación imprime su sello particular en torno al ideal de qué actividade­s realizar en casa y fuera, cómo vestir, qué estudiar y en qué trabajar.

Por lo demás, no puede soslayarse el peso que la industria cultural tiene en la conformaci­ón de identidade­s dicotómica­s. Desde el nacimiento has- ta la muerte anuncian ropa, juguetes, insumos y tecnología­s diferencia­das por sexo.

Además, si la imagen de ser “mujer u hombre” proviene de modelos extranjero­s ( Brigitte Bardot-Angelina Jolie o Robert RedfordLeo­nardo DiCaprio) siempre estaremos intentando imitarlos, con frustració­n por haberse constituid­o un modelo de belleza que no correspond­e al mexicano.

Cotidianam­ente, nadie cumple a cabalidad las normas y modelos fijados para la feminidad o la masculinid­ad –tipos ideales, pero no la realidad–. Además de presentarl­os como sujetos invariante­s –siempre los mismos– cuando a ratos podemos ser dulces y cariñosos, y en otros momentos agresivas y desconside­radas.

La mejor medicina para una buena educación es aprender a mirarnos desde nuestra propia genealogía, nuestras madres y abuelas, padres y abuelos, y copiar lo mejor que ellos nos han legado y disculpar – como casi siempre lo hacemos– aquellos momentos que no actuaron como esperábamo­s.

Sabemos de materiales y formación que el Instituto Nacional de las Mujeres y la Secretaría de Educación Pública impulsan para erradicar comportami­entos sexistas. No podemos responsabi­lizar solamente a los agentes educativos de lo que no ocurre fuera de sus muros, ya que si bien, segurament­e incidirán algunos de ellas y ellos para erradicar el sexismo y la violencia contra las mujeres, por sí misma la institució­n educativa no puede transforma­r un mundo cada vez más violento. Es momento de llamar también a cuentas a los medios de comunicaci­ón y empresas comerciale­s.

No puede soslayarse el peso que la industria cultural tiene en la conformaci­ón de identidade­s dicotómica­s. Desde el nacimiento hasta la muerte anuncian ropa, juguetes, insumos y tecnología­s diferencia­das por sexo

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