Especialista de Género en Educación
Desde que una mujer sabe que está embarazada y desea tener al bebé, hay una serie de fantasías que se juegan en torno a su futuro: que sea el mejor futbolista o un gran científico, o bien, si es niña, que sea feliz y le toque un buen marido. Son las coordenadas de su futuro.
La madre y/o el padre –o ambos padres o ambas madres, dependiendo del tipo de familia–, serán quienes fijen las normas (no siempre explícitas) de cuál es la actuación “normal” para una niña o un niño; ellos mismos, en su tiempo y entorno cultural, aprendieron las pautas a seguir.
Estas primeras orientaciones frecuentemente se refuerzan en la escuela no por mala intención del profesorado; simplemente aprendieron en los libros de Biología o de Psicología Infantil que el mundo se divide en dos y que en el mundo ideal las niñas y mujeres “naturalmente” son femeninas y ellos “naturalmente” masculinos.
Si bien las hormonas condicionan, en alguna medida, la voz o la forma del cuerpo, de ello no necesariamente se deriva que la actuación sea radicalmente diferente.
Son estos libros de Biología los que en la escuela repetirán que hay dos y solo dos formas de ser humano: mujer u hombre, lo que refuerza eso que los psicólogos llamaban roles sexuales. Lo curioso de este hecho presentado como universal, es que cada generación imprime su sello particular en torno al ideal de qué actividades realizar en casa y fuera, cómo vestir, qué estudiar y en qué trabajar.
Por lo demás, no puede soslayarse el peso que la industria cultural tiene en la conformación de identidades dicotómicas. Desde el nacimiento has- ta la muerte anuncian ropa, juguetes, insumos y tecnologías diferenciadas por sexo.
Además, si la imagen de ser “mujer u hombre” proviene de modelos extranjeros ( Brigitte Bardot-Angelina Jolie o Robert RedfordLeonardo DiCaprio) siempre estaremos intentando imitarlos, con frustración por haberse constituido un modelo de belleza que no corresponde al mexicano.
Cotidianamente, nadie cumple a cabalidad las normas y modelos fijados para la feminidad o la masculinidad –tipos ideales, pero no la realidad–. Además de presentarlos como sujetos invariantes –siempre los mismos– cuando a ratos podemos ser dulces y cariñosos, y en otros momentos agresivas y desconsideradas.
La mejor medicina para una buena educación es aprender a mirarnos desde nuestra propia genealogía, nuestras madres y abuelas, padres y abuelos, y copiar lo mejor que ellos nos han legado y disculpar – como casi siempre lo hacemos– aquellos momentos que no actuaron como esperábamos.
Sabemos de materiales y formación que el Instituto Nacional de las Mujeres y la Secretaría de Educación Pública impulsan para erradicar comportamientos sexistas. No podemos responsabilizar solamente a los agentes educativos de lo que no ocurre fuera de sus muros, ya que si bien, seguramente incidirán algunos de ellas y ellos para erradicar el sexismo y la violencia contra las mujeres, por sí misma la institución educativa no puede transformar un mundo cada vez más violento. Es momento de llamar también a cuentas a los medios de comunicación y empresas comerciales.
No puede soslayarse el peso que la industria cultural tiene en la conformación de identidades dicotómicas. Desde el nacimiento hasta la muerte anuncian ropa, juguetes, insumos y tecnologías diferenciadas por sexo