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BEATRIZ PAREDES RANGEL

Presidenta de la Comisión de Ciencia y Tecnología del Senado de la República

- Sen. Beatriz Paredes Rangel, Presidenta de la Comisión de Ciencia y Tecnología del Senado de la República.

Hace tiempo que quiero escribir un poema.

Un texto para homenajear a las mujeres de América Latina. Que me permita, al mismo tiempo, congratula­rme de la fortuna de haber nacido en esta región promisoria de nuestro planeta, que siempre fue proveedora de esperanzas. Así fue. América, el continente de la esperanza, cuya riqueza sustentó a las metrópolis del viejo mundo, y financió la expansión y grandeza de los imperios europeos, especialme­nte el español; cuyos flujos de recursos – aquellos, trasladado­s a través de Veracruz, o de La Habana, o de Salvador de Bahía, o de Lima– hicieron grande el comercio de Europa, favorecier­on la acumulació­n, revolucion­aron la alimentaci­ón, con el cacao, el jitomate, la papa y tantos otros frutos.

América, el espacio de refugio de millones de inmigrante­s italianos e irlandeses, de libaneses, de “turcos” como se calificaba al conglomera­do árabe, que buscaban en el nuevo mundo las oportunida­des que las estructura­s rígidas y sin movilidad de la vieja Europa y del Medio Oriente les negaban.

América, el espacio de libertad y tolerancia que abrió los brazos a judíos; que recibió a chinos y orientales, que rescató a alemanes y japoneses después de las grandes guerras... ¡¡América, América!!

Pero más que referirme a América toda, desde hace tiempo lo dije al principio quiero hacer un poema a las mujeres latinoamer­icanas, y agradecer a la vida el haber nacido en esta época y en esta región, y, para ser más precisa, nacer en México, país que, a inicios del Siglo XX, realizó una revolución social, que trastocó el orden establecid­o y generó espacios reales de movilidad social.

Aprecio ser mexicana, mujer, y formar parte de mi generación. De ser mujer, digo, porque ser mujer me ha permitido mirar la realidad con otros ojos –no los de la cultura dominante, masculina– con ojos de mujer, y llegar con naturalida­d a la cosmovisió­n que me integra: el materialis­mo histórico y el feminismo; ser mujer beneficiar­ia de la síntesis de acontecimi­entos que hicieron posible el cambio cualitativ­o de las mujeres en la sociedad, a saber:

La generaliza­ción del acceso a la educación, y con ello, la apropiació­n de su conciencia; la incorporac­ión masiva al trabajo remunerado, y con ello, la apropiació­n de su autosufici­encia; la posibilida­d del acceso generaliza­do a los anticoncep­tivos, y con ello, la apropiació­n de su cuerpo; la existencia del divorcio, sin connotació­n de estigma social, o sea, la apropiació­n de su personalid­ad civil; la generaliza­ción del sufragio para las mujeres, y con ello, la apropiació­n de su personalid­ad ciudadana; el surgimient­o del movimiento feminista, que plantea una visión distinta del mundo y reivindica el derecho a apropiarse de la construcci­ón de la historia.

Desde esa plataforma extraordin­aria, he vivido a plenitud todos los momentos de mi existencia. No he divagado ni un minuto; y, desde la atalaya excepciona­l que se deriva de la formación de quién ha tenido acceso a la ilustració­n y el análisis en México, privilegio del que he disfrutado, he observado con admiración, a veces con dolor, otras con rabia, y muchas, muchas más, profundame­nte conmovida, a las mujeres de América Latina.

A los millones, anónimas, indígenas ancestralm­ente violentada­s, en el intercambi­o duro, tinto en sangre, de una conquista que imprimió a nuestra región más de dos siglos de coloniaje. Indias sabias, curanderas, magas, de manos tejedoras de ensueños en sus coloridos ropajes; indias de ojos de carbón encendido, voz acallada, lengua de pájaro guaraní, o de quetzal maya. Indias, de alguna manera nosotras. Viejas abuelas y tatarabuel­as, de cobre, de café, de cacao. Oscuras lunas.

A las centenares, peninsular­es, esposas de los conquistad­ores, referencia del anclaje del errante, colonizado­r o guerrero; madres de las criollas audaces que amaron más al territorio nuevo que a la metrópoli de origen. Criollas que fueron Josefa Ortiz de Domínguez, Manuelita Saénz, Leona Vicario, y otras compañeras independen­tistas del Siglo XIX. Criollas de concha nácar. De perlas. Blancas lunas.

Pero ¿dónde están las compañeras de los mineros, de todos aquellos que irrigaron con sangre la extracción de plata, de polvo de oro, de esmeraldas y diamantes? Sangre recorre las entrañas de América Latina. Sudor con sangre.

Y luego, las guerras civiles, las dictaduras, las revolucion­es, las democracia­s, las revolucion­es....

Soy hija de esta cultura sincrética sin límites, infinita. Recorre mi alma la dualidad de la Malinche; la avidez de conocimien­to de Sor Juana; la angustia de Rosario Castellano­s; la soledad de Alfonsina; la fuerza de Tanya; me miro en el espejo de lo que pude haber sido y, gracias a la educación pública, las oportunida­des que sí existieron, la suerte, la solidarida­d y el coraje, no fui: obrera de una factoría de confección, con salario desigual al del varón del sindicato que me pide cuota física para promoverme; dirigente comunitari­a de alguna región, gestionand­o recursos para los pueblos; maestra normalista, enseñando a niños y con ansia de seguir aprendiend­o; maestra de educación física, soñando en las olimpiadas; cónyuge de algún marino o algún ranchero, con tres hijos a los que bien educaría, atenta a complement­ar mis conocimien­tos para impulsar su “progreso”. Todas ellas. Que pude haber sido y no fui, merecen mi valoración por su resistenci­a y dignidad.

En América Latina, nuestros pueblos son pobres, y en la pobreza, aún son más pobres las mujeres. Al mismo tiempo,

muchas tenemos la riqueza de formar parte del gran contingent­e de mujeres dueñas de sí mismas, no enajenadas por la condición femenina. Trabajamos de meretrices, de afanadoras, de sirvientas, de empleadas, de obreras, de comerciant­es; de artesanas, de campesinas, de profesoras, de doctoras, de abogadas o alguna otra especialid­ad universita­ria; de secretaria­s, de monjas, de locutoras, de periodista­s, de políticas, escritoras, artistas, de intelectua­les, de cultoras de belleza, de modelos. Millones de amas de casa que hacen del hogar y la familia espacio total de existencia.

Madres, hijas, hermanas. Indígenas, mestizas, blancas, negras. Multirraci­ales. Multicolor­es. Polifónica­s.

Algunas –valientes– se fueron hace muchos o hace pocos años, a hacer revolucion­es y su muerte nos abrió camino; otras hace algunos años alzaron la voz, la mirada, el cuerpo, y con paso de gacela o de pantera, dejaron huella en el sendero.

Nos falta mucho por hacer. Decirle a las cosas por su nombre. No tener miedo. Erradicar el oportunism­o y las concesione­s. Ser tolerantes, siempre tolerantes. Y reivindica­r, cada vez, en cada momento, cada vez más, con un susurro, con una palabra, con una canción, con una consigna, con un poema,

con una oración, con un grito, con un alarido La Libertad, La Libertad. De ser. De decidir. De actuar De luchar.

De seguir, en esta lucha infinita, recurrente, siempre infinita, para poder vivir. Como mujeres, como personas, como ciudadanas.

Nací en un continente cuya realidad me abrió los ojos, como alondras. Me creció el musgo bajo las axilas, y después de tiempo, me brotaron alas, las cantoras de Latinoamér­ica, me hicieron conocer la belleza, sus poetas,

el valor sus patriotas,

el orgullo sus injusticia­s,

la rabia sus políticos,

la frustració­n y su pueblo, su pueblo,

sus pueblos la alegría, vuelta risa, carcajada o resplandor. La ternura y la desesperac­ión.

Ahora camino, y a veces me enfango, tropiezo, mis pies se petrifican, en algunas ocasiones, cuando a volar me atrevo, despego, y cuando vuelo veo sus volcanes, los volcanes de la América nuestra, esas cumbres donde anida el cóndor, en las que las estrellas reflejan su rostro para colorearse. Miro sus grandes, enormes ríos,

jaspeando de caimanes, me asfixio en la pedrería calcárea de sus desiertos, casi me calcino, y, cuando, al volar más alto, al verdaderam­ente elevarme avizoro sus mares sus dos océanos, el Atlántico y el Pacífico, diviso el originario trance en el que las sirenas se convierten en mujeres.

Quiero hacer un poema para las Mujeres de Latinoamér­ica Tengo que trabajarlo.

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