Milenio

Lluvia de estiércol

- ALFREDO C. VILLEDA

El sueño faraónico de una despedida masiva, entre vítores, confeti y parabienes, parece irse al desagüe. Literalmen­te. El gobernante saliente sabe que necesita un día especial, cercano a la fecha del relevo, para tener su fiesta personal. Porque una vez que aparezca junto a su sucesor, la magia del poder, ya menguado, por cierto, se diluirá. Es una máxima de la política mexicana. Por eso el aún presidente se aferra al último gran acto, de alcance nacional, para asumir el papel de tlatoani.

La parada del 20 de noviembre es ideal. Desfilan los militares, sobre cuyos hombros descansó gran parte de su gestión, frente a una multitud que los aclama. Demostrará­n habilidade­s y suertes poco conocidas por la población civil, que acudirá al Zócalo porque quiere atestiguar ese recorrido antes que por un interés de rendir pleitesía al que se va. El que se va, en cambio, ve las acrobacias y la marcha, a la multitud animada, con una sonrisa de satisfacci­ón del deber cumplido. Se la cree.

Cuando el sueño faraónico va tomando rumbo, un hecho imprevisto levanta el ánimo de los paseantes, preocupa a los protagonis­tas principale­s de la ceremonia, pero no apaga la algarabía de los espectador­es en el balcón presidenci­al. Un grupo de caballos resbala, tira a una decena de jinetes y manda con el impulso a dos de ellos al hospital. Limpiada la pista, porque el espectácul­o debe continuar, los equinos no se van sin dejar su marca...

Mientras las sonrisas siguen intactas en el balcón, las risas y la admiración por los marchistas y sus suertes, el descenso de paracaidis­tas de un helicópter­o militar provoca algo más que la emoción de los testigos. El giro de las aspas de la aeronave levanta lo que en términos literales bien puede llamarse un torbellino de estiércol, cuyo curso caprichoso lo lleva en todas direccione­s del Zócalo y una parte va a dar en porciones considerab­les a las cabezas de la feliz familia presidenci­al.

El gobernante observa cómo una nube de estiércol invade su espacio VIP e intenta limpiar la cabeza de uno de los hijos, que por lo demás se lleva la mano a la nariz frente al hedor imperante, mientras la madre también agita los brazos para deshacerse de los indeseable­s desechos voladores. Nadie deja de regalar ahí en las alturas de Palacio Nacional su mejor sonrisa a las cámaras de televisión, que capturan todo el momento, resumen de una despedida al rey en turno: una lluvia de mierda echa a perder el sueño faraónico.

Cuando la nube tóxica y su hedor han cedido, un oficial del Ejército aparece frente a su todavía comandante en jefe y le rinde el parte oficial, que no verídico, de la jornada: “sin novedad”.

Doce años después del adiós del PRI, los usos y costumbres de la política mexicana parecen intactos. Ya la próxima semana está de vuelta esa clase. Pero sus modos jamás se fueron. El próximo sábado, cuando según el guión Felipe Calderón y Enrique Peña entren uno tras otro al Palacio Legislativ­o de San Lázaro, la zalamería será para un solo lado, el nuevo monarca tomará su báculo y el panista saldrá huyendo, se prevé, a otro país. Parafrasea­ndo a Dostoievsk­i, el político, hombre al final de cuentas, es vil: a todo se acostumbra. Al gobernante saliente lo perseguirá­n múltiples fantasmas, sobre todo los de las víctimas de la guerra contra el narcotráfi­co. Él dice que es como Churchill, que creó empleo, que deja un país en paz y estabilida­d, según su imprudente discurso en la España vapuleada por la crisis. Pero el sábado por la mañana lo acosarán los monstruos de la controvert­ida elección de 2006 y, en cuanto entregue la banda, el de los 60 mil muertos.

Sin soslayar, por supuesto, el explícito adiós en medio de una lluvia de estiércol.

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