El escritor que perdió la cabeza
Es fácil perder la cabeza. A veces l lega con un exceso, o con un enamoramiento insospechado o, como el caso de Jean Cazotte (1719-1792), por medio de la guillotina. Ligado a la secta de los Iluministas de Claude Saint Martin, de pronto y cuando los hechos revolucionarios eran algo más que una profecía se separó de ellos. Era un monárquico enardecido que deploraba la posibilidad de la llegada de los revoltosos al poder. Creía en la tranquilidad que otorga la riqueza, en los platillos suculentos preparados en la mesa familiar, en la convivencia pacífica con sus hijos y con su esposa Elisabeth Roignan. Conservó la ceguera de una situación frágil por insostenible, y creyó en la comodidad de su condición social. Viejo, recordaba su paso por el Caribe, en específico su estancia en la isla de La Martinica. Llegaban hasta su cerebro las memorias sensoriales que suponen los aromas de las mujeres negras y mulatas, los sudores reconcentrados y el encuentro de la acritud de otros olores íntimos que se deslizaban por sus fosas nasales y rondaban la entrepierna.
Cazotte gozaba con la vida. Más tarde se cansó de sus correrías y se integró a la comunidad que jamás creyó en el arribo de las huestes del gorro frigio y las ideas libertarias. Sabía que su novela Ollivier (1763), fábula sobre sus desventuras en tierras caribeñas, lo desplazaría rumbo a la fama. De ninguna manera ocurrió así. Tuvo que esperar hasta 1772, cuando publicó Eldiabloenamorado, para que una obra suya encontrara el parnaso de la inmortalidad literaria. Texto breve, cuenta los pormenores de un militar español, un capitán de la guardia del rey de Nápoles, que invoca a Belcebú y de pronto está ante un animal semejante a un camello, que luego se transfigura en perro y más adelante en una hermosa doncella, Biondetta. Con esta mujer el demonio lo manipula y conduce por sitios inesperados. El joven se enamora y queda a merced del Malo.
Todo transcurre dentro de las letras fantásticas. Las artes ocultas habían sido una de las delectaciones de Cazotte, y ahora las usaba para darle vida y cuerpo a sus personajes. El texto era una réplica a los racionalismos de los filósofos de la época, que deploraban la tradición y todo lo concentraban en una lógica de promiscua eficacia con lo que vendría durante la revolución de 1792. Cazotte murió en plena convicción de que sus pensamientos y sus libros eran parte esencial de un juicio en torno a la moral. Sus deleites de la juventud, sus devaneos eróticos eran parte de una educación sentimental. Anciano, prosternado ante las hordas que invadían las calles y que se regocijaban en el saqueo de edificios señoriales, el escritor prefirió la muerte que la vulgaridad, según él, que suponía someterse a la voluntad de las masas. Colocó su cuello en la parte inferior de la guillotina y esperó la llegada del verdugo, que sin contemplaciones dio cuenta de una existencia plegada a los intereses monárquicos. ¿En el reino de los cielos lo esperaría el obeso y detestable Luis XVI?
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