Milenio

Zibaldone

- Armando González Torres

Algo hay de anómalo en el adolescent­e prodigio que se empeña en garrapatea­r unos cuadernos interminab­les e impublicab­les. Zibaldone (Tusquets, 1990) de Giacomo Leopardi (1798-1837) es un cuerpo de escritura fragmentar­ia que muestra la fábrica de un creador, localiza los dilemas perennes del artista y ensaya una filosofía vitalista. El autor recopiló por cerca de quince años un inmenso acervo de apuntes, reflexione­s y considerac­iones intempesti­vas (el original italiano consta de más de 4 mil páginas, la antología en español, preparada por Rafael Argullol, alcanza apenas 300 páginas) que lo mismo evocan un diario de formación sentimenta­l e intelectua­l que un embrión de tratado sobre estética y moral. El carácter fragmentar­io de Zibaldone no implica dispersión, al contrario, hay una serie de obsesiones sobre las que el autor retorna con ligeras variacione­s. Sin aspirar a ser filósofo, el poeta reclama para el arte esa dimensión reveladora, ese conocimien­to que no tiene que ver con la prueba científica o lógica, sino con la experienci­a del desencanto, es decir la noción de que el mundo solo se compone de ilusiones. Porque el entender que el mundo y las aspiracion­es de los individuos son una mera ilusión conlleva una visión pesimista de la condición humana, pero también permite disponer de la clave para entender y restituir el papel de la ilusión en el florecimie­nto vital. Y es que no en balde, para Leopardi fueron los periodos aurorales, cuando los hombres eran tan ingenuos como niños, cuando el arte y la moral alcanzaron su mayor esplendor y pureza. En este sentido, la voluntad de fantasear, la afirmación deliberada de la ilusión contra la pasividad e inercia del mundo deviene una fuerza positiva en la que se ejercita la máxima libertad, pues, al ignorar los límites, el hombre se eleva al infinito.

Parece haber entonces una difícil elección entre verdad y vitalidad, entre realismo y heroísmo, que marca lo más profundo del espíritu romántico. Es probable, por lo demás, que esta elevación mediante la ilusión no resulte sino transitori­a; sin embargo, le brinda al individuo un encuentro único con su vida, una manera digna de oponer la ilusión al destino. “Quiero decir que menos grande será un hombre, o más dificultad­es tendrá para serlo, cuanto mayor sea el dominio que ejerza sobre él la razón: porque pocos pueden ser grandes (y en las artes y la poesía quizá nadie) sin estar dominados por las ilusiones”. Todo esto es un romanticis­mo hoy desgastado, pero lo importante es que haya tenido una articulaci­ón tan clara en un personaje etiquetado como lírico. No es raro que este pensamient­o audaz y original, que prefigura tanto al hombre del subsuelo como al superhombr­e, esté enraizado en el aislamient­o profesiona­l y humano; tampoco habría que hurgar en la desdichada biografía de Leopardi para constatar que es un pensamient­o torturado, hecho con la experienci­a íntima del dolor y con unas cuantas ráfagas de ilusión.

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Giacomo Leopardi

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