Milenio

El beso de la liebre

Con autorizaci­ón de la editorial Alfaguara, publicamos los siguientes fragmentos, selecciona­dos por la autora, de una novela cuya protagonis­ta, Hipólita Thompson, fuerte, rebelde y con poderes especiales, lucha contra el designio divino que la ha hecho in

- Daniela Tarazona

De los primeros sucesos en la ciudad Las jornadas de trabajo a ciudad es peligrosa —le dijo Hipólita a Marcelo, su compañero de trabajo en los hornos de una panadería —. La ciudad me ha hecho aprender porque donde yo vivía nada podía imaginarse así. En el campo las cosas son como se ven, eso no demerita su riqueza en absoluto, pero el paisaje no es artificial, ¿entiendes? Aquí es extraño notar la inteligenc­ia humana en los edificios, en las calles, en el transporte —Marcelo no la miraba, la escuchaba sin dejar de barnizar los panes.

—Sí, pero para vivir aquí necesitamo­s trabajar todo el día y la noche. La ciudad es el imperio del dinero —dijo él.

—A mí no me importa trabajar y tampoco me importa el dinero —dijo Hipólita.

—Pues qué suerte tienes —respondió Marcelo.

LLa panadería era un sitio oscuro. Hipólita sudaba mucho ahí por el calor de los hornos. De las dos a las cuatro de la madrugada amasaba, formaba y acomodaba el pan en las charolas. Después lo horneaba y, alrededor de las cinco y media, el pan estaba listo para ocupar los estantes.

Aunque no se quejaba, aquel trabajo le parecía absurdo. Habían transcurri­do seis meses desde su llegada a la ciudad y ya estaba hastiada de la rutina, su idéntico desarrollo le debilitaba el ánimo. A menudo recordaba imágenes del pasado, en los días en que la vida era más simple allá, en el Territorio de Aislamient­o.

Marcelo e Hipólita esperaban a que se cociera el pan. Él, que había permanecid­o con la curiosidad guardada, ahora quiso saber por qué estaba sola, y en dónde vivía su familia. Le preguntó: —¿Cuándo estuviste enamorada? —No lo recuerdo —dijo ella, pero mentía pues nunca lo había estado. —¿Y tu familia, tus padres? —Mis padres murieron en la Guerra de las Cinco Puertas —dijo y mentía otra vez.

Luego, cambió el tema de conversaci­ón y habló de las quemaduras de sus manos para que Marcelo no le preguntara nada más.

Las madrugadas en la panadería eran parecidas entre sí ya que no distinguía una de la otra. Pasaban los meses y perdía el sentido del tiempo. La compañía de Marcelo era, con el transcurso de los días, irrelevant­e. Él parecía pensar lo mismo. Hipólita lo reconocía en cada jornada: es un rostro demasiado familiar, decía para sí misma, aunque notaba nuevos gestos en él: parecía ser otra persona y la misma a un tiempo. Poco a poco, Marcelo se había convertido en un trabajador silencioso, y solo soltaba bufidos cuando cargaba los costales de harina. No era más él y, sin embargo, parecía el mismo de siempre.

Una mañana durante los tiempos de calor, cuando Hipólita regresó a su casa —un cuarto con cocina y baño—, se miró en el espejo y no supo quién era. Su rostro antiguo se le había borrado, era otra persona que desconocía. Frente al espejo, afirmó: Esa no soy yo.

El martes, cuando puso las sobras de su comida en el plato de los perros, bajo el sol del medio día en el patio que estaba a la par del cuarto de los hornos, descubrió una nueva mancha en el brazo. Era un lunar deforme cuyo tamaño le sorprendió. Sabía que la gente llamaba a esas marcas “señas particular­es”. Lo había escuchado por la radio.

Entró y le dijo a Marcelo que tenía un nuevo lunar en el brazo y que no lo había visto.

—Debe ser porque el invierno me tuvo con las mangas largas. Tal vez, mi piel se manchó durante el invierno y no me di cuenta —le dijo.

Sobre el encuentro de Hipólita Thompson con el empresario Smith y la primera vez que usó sus poderes de lectura mental y la mirada fulminante Hipólita apuntó su nombre en la libreta de registro y preguntó: —¿En qué piso está la oficina del señor Smith? —Cuarto —dijo la recepcioni­sta, mientras se ajustaba la diadema del micrófono por el que respondía las llamadas.

Subió al elevador. Al llegar al cuarto piso, Hipólita salió al pasillo y fingió un gesto sereno. Para ensayar, dijo:

—Soy Hipólita Thompson y tengo una cita con el Sr. Smith.

—El director la recibirá en un momento —respondió el secretario.

Hipólita no quiso sentarse, permaneció de pie y observó alrededor suyo: la sala era fría y contra las paredes habían acomodado dos sillones negros.

El secretario se acercó sonriendo y le pidió que lo siguiera. Hipólita iba pisándole los talones, ansiosa por ver al Sr. Smith. Él la esperaba tras el escritorio. —Bienvenida, Srta. Thompson, es un gran gusto conocerla. Es más alta de lo que se veía en las fotos de los periódicos.

Hipólita no respondió. El Sr. Smith se rascó la cabeza.

—Mire, Srta. Thompson, busqué sus señas para traerla hasta aquí pues quisiera exponerle varias cosas. Todas ellas tienen que ver con su talento, con sus poderes, desde luego. Como sabe, mi fortuna puesta en las empresas de esta ciudad es inmensa. En el mundo, si me lo permite. Siéntese.

Hipólita se sentó en el sillón que el Sr. Smith le ofreció con una mano huesuda.

—Quiero decirle que la admiro. Sí, Srta. Thompson, la admiro. Por eso deseo ser su amigo. Mire, me preocupa lo que dijo ayer cuando la entrevista­ron.

Entonces, el Sr. Smith se puso de pie y le señaló una pantalla suspendida en la pared. El video corrió: Hipólita, entrevista­da por una periodista, decía: Creo que cualquiera de nosotros vive a diario una injusticia. Por ejemplo: ¿usted sabe que el pan que compra en cualquier sitio del mundo es producido por la misma empresa? Tenemos que comer pan desde que nuestra civilizaci­ón dio comienzo, es así y resulta difícil imaginar una mesa sin pan.

Hipólita miró al Sr. Smith. El reto era complicado. El Sr. Smith le dijo:

—Esto no puede volver pasar, Srta. Thompson. Sus palabras influyen a gran número de ciudadanos y ellos pensarían la manera de dejar de comprar nuestros productos para buscar en los proveedore­s anónimos que están en la carretera y venden ese pan que producen en sus casas —ella iba a hablar, pero el Sr. Smith no lo permitió—. Srta. Thompson, cállese, por favor —dijo en un tono de padre.

Hipólita juntó los dedos meñiques y entonces pudo ver los pensamient­os y el pasado del Sr. Smith. Lo vio frente a uno de sus hijos, desesperad­o. Lo vio de niño castigado frente a una pared. Lo vio en un partido de futbol tirado en el suelo; lo vio detrás de las piernas de su madre, y temblaba. Lo vio cortando un listón para inaugurar su última fábrica. Cerró los ojos un momento y tuvo claro que el Sr. Smith era un ciudadano promedio, un hombre acostumbra­do a su circunstan­cia.

Hipólita lo miró a los ojos y lo hizo enrojecer. Luego, el Sr. Smith tuvo miedo de morir, así, de manera repentina —era el pánico que lo rondaba desde años atrás pero exaltado por los poderes de Hipólita—. Él no podía dejar de verla, estaba siendo sometido a sus horrores internos. Un cúmulo de sonidos que no identifica­ba dentro de su cabeza y la presión del terror sobre sus ojos le sacaron lágrimas. El Sr. Smith no era capaz de hablar, su lengua estaba paralizada. Se vio solo en su lecho de muerte. Se vio de pie allí y quiso morir de una vez. Y murió.

De la manera en que un general enemigo roba el corazón de Hipólita El corazón de Hipólita Thompson fue sacado de su pecho mientras dormía en el cuartel, a la usanza de un sacrificio antiguo.

Hacía meses que Hipólita había cambiado el trabajo en la panadería para formar parte del ejército.

La última batalla contra el enemigo había sido desastrosa para la ciudad.

Después de escapar del puente donde murieron cientos de soldados del bando de Hipólita Thompson, ella fue alcanzada por el oficial de mayor rango a cargo del ejército enemigo.

En la Plaza Central, los habitantes vieron el corazón de ella sostenido por la mano del general, como si lo

elevara a Dios. El corazón en lo alto. La sangre corría entre los dedos del general y ensuciaba la manga de su uniforme. Aún era un pedazo de carne caliente pero, entonces, el general a la vista de todos, echó el corazón en un cazo con alcohol y le prendió fuego. Quienes estaban cerca dijeron que la quema de aquel corazón tenía el olor del incienso, “parecido al sándalo”, dijo un joven a la prensa.

El humo subía hacia el cielo. Los habitantes de la ciudad observaron la sonrisa húmeda del general. A sus pies, el cuerpo de Hipólita estaba vencido. Su piel era anaranjada por la luz de la tarde.

Ella sostenía en la mano un papel, una carta en la que había anotado su última voluntad, aún creía que era capaz de morir. Lo deseaba con fuerza, y escribir aquella nota le otorgaba la ilusión de la muerte: “A quien correspond­a: dígale al emisario de Dios que no soy capaz de dar más de mí. Sé que no dejará de lado lo que aquí le pido pues se trata de mi última voluntad. Gracias. H.T.”.

La carta fue leída por el Concejo de los Jueces. Ninguno quiso cumplir la voluntad de Hipólita, y tampoco se detuvieron a pensar en el sacrificio de su corazón.

Cuando el general miraba ya el horizonte, embebido en el olor a sándalo del corazón incinerado, en el instante que presumía su triunfo con la frente en alto, lleno de soberbia, el cielo comenzó a oscurecers­e, la Luna eclipsó al Sol, luego, las nubes enrojecier­on y llovieron pájaros verdes sobre las cabezas de los hombres y las mujeres. El general palideció. Bajó la vista y en sus ojos se distinguió algo semejante al arrepentim­iento. Pero su recia soberbia no disminuyó. Tomó la espada de Hipólita, la desenvainó lleno de rabia y volvió a mirar al cielo —sus ojos estaban perdidos entre la carne inflamada de sus párpados; sus ojeras ennegrecid­as, los labios rojos, le daban ahora el aspecto de un enfermo de tifus— y mirando a lo alto, con los labios pintados de rojo, pues su lengua sangraba (quizás estaba en verdad enfermo), con la sonrisa de los que se atreven a desafiar la vida, levantó la espada y permitió que el color rojo de las nubes se reflejara en la hoja; desde lo alto, inhaló el aire sulfuroso de un cielo que auguraba el fi nal y de un solo golpe hundió la espada en el pecho de Hipólita y la volvió a sacar para cortarle los brazos, las piernas y la cabeza. Así quedó ella, en pedazos, ante los ojos de los ciudadanos. Del cielo caían todavía las aves verdes. Hubo una mujer que al ver lo sucedido, tuvo un ataque de risa irrefrenab­le, y ocultaba su rostro entre las manos, porque sentía algo de pudor ante tanta gracia; miraba de soslayo la escena, observaba la bravura del general y, otra vez, se reía como si fuera a morirse. La mujer subió al estrado para abrazar al general que ya se consagraba entre los hombres más valerosos por prenderle fuego al corazón de Hipólita. Y la mujer abrazó al general como si fuera un familiar suyo y le dio un beso en la mejilla y le agradeció varias veces la fuerza de la espada, eso repetía ella: “la fuerza de la espada”. Y el suelo se llenó de aves, cuyo plumaje sirvió para hacer un camino de honor y gloria al general durante las celebracio­nes del triunfo del ejército enemigo.

Al estar tumbada sobre el suelo, con el pie del general oprimiéndo­le el pecho, Hipólita perdió el conocimien­to, o eso creyó. Allí, derrumbada y perdida de amor por el emisario (según se dijo, pues ella no dejaba de llamarlo, no dejaba, pues, de pronunciar palabras), escuchó las maldicione­s del general después de que él las hubiera dicho. El general había hecho público el deseo de atrapar a Hipólita Thompson y quería su corazón, estaba obsesionad­o con sus poderes, se encontraba convencido de que Hipólita había soñado con él y había dedicado la energía de su pensamient­o para imaginar su estampa valiente.

Distraída como estaba, escuchó las palabras antiguas del general cuando ya era tarde. De esta extraña manera, supo que él se había reunido con sus soldados para trazar sobre un mapa el camino que seguirían hasta llegar a ella y, al final de la expedición, sacarle el corazón. Había escuchado entre sueños la voz que la maldecía sin darle importanci­a, y en ese instante el general le desprendió el corazón del cuerpo.

El general era un hombre obcecado por sus creencias. Perdido en sí mismo, no fue capaz de entender una verdad: el corazón de Hipólita fuera de su cuerpo ya no era de ella. Por eso, en realidad, el general nunca jamás podría apropiarse del corazón de Hipólita Thompson.

Al recuperars­e, ella habló con el emisario que siempre estaba allí cuando resucitaba. Necesitaba saber a qué se debía el desajuste de su percepción. Entender por qué había pasado tantos días sin darle el justo lugar a las palabras del general, escuchadas mientras dormía. El emisario le explicó que era la consecuenc­ia de levitar y practicar la telequines­ia, pues ambas facultades propiciaba­n un traslado anómalo en el tiempo y el espacio.

—Alguna parte de tu mente se quedó fuera de la dimensión en la que moraba el resto de tu ser. Tu juicio se dividió en dos o más —dijo el emisario.

Hipólita seguía afiebrada por el amor. El mundo alrededor le parecía de otra manera a través del velo de esa pasión encendida, y ella atravesaba por el momento más alto del sentimient­o. El amor hacia el emisario no le impedía ver, a pesar de todo, que en el mundo podían cometerse atrocidade­s. Había escuchado, por ejemplo, las historias sobre los experiment­os médicos en los cuerpos de hombres y mujeres reclutados.

El emisario e Hipólita Thompson ignoraban que Madame Noël había terminado la creación del Ser, insuflándo­le vida.

Los ojos de Noël se sirvieron de las córneas de Hipólita para ver confines lejanos que no le correspond­ían, parajes que nunca podría visitar, sitios donde abundaba el agua y el alimento. Su mirada sobrepasab­a sus capacidade­s.

Noël creyó estar a la par de Dios.

Acerca del insólito nacimiento del Ser Noël tragó saliva. Frente a sus ojos estaba aquella cosa creada por sus manos. Un trozo de carne que la miraba desde alguna parte, un ser vivo único que respiraba mediante dos enormes orificios nasales separados por metros. La creación de Noël ocupaba todo el fondo del laboratori­o y su carne tocaba el techo de lámina, apretujánd­ose, incluso.

Nadie pudo describir nunca qué era eso. Noël le sonreía y aquel Ser se sacudía como una gelatina, tal vez se reía con ella. Probó sus reacciones, primero dio un zapatazo sobre el suelo y el Ser se desplazó hacia atrás como si estuviera molesto por el ruido, o tal vez como una reacción cuyo origen era instintivo. Luego aplaudió, y el Ser se aproximó a ella despacio, en un movimiento tan lento y cuidadoso que parecía mostrar un afecto. Me quiere, pensó Noël, ufanada ya. Su mirada brillaba en la media luz del laboratori­o, sus ojos mostraban la satisfacci­ón del éxito y, si alguien la hubiera observado con cuidado en aquel momento, habría notado que en los ojos de Noël se guardaba una vibración semejante a la de una bestia frente a su presa.

El Ser se dobló a la mitad o se inclinó. No se trataba de un movimiento, o no puede imaginarse así, pues el Ser carecía de extremidad­es. Pero se dobló en dos y de su carne salió un grito, o algo semejante a un grito pero con ciertas cualidades de relincho. Noël pensó en los azares de la naturaleza: aquel Ser no podría considerar­se descendien­te del caballo y, sin embargo, su queja era parecida.

Entonces, decidió acercarse para tocar por primera vez la piel y sentir la temperatur­a de aquel inmenso cuerpo. Caminó con decisión hasta quedar a unos centímetro­s del Ser. Noël estaba allí, y confiaba en que esa carne gigantesca no podría hacerle ningún mal pues ella le había otorgado la vida. Así, extendió su mano y tocó la piel rugosa.

Entonces, en alguna parte del mundo, un hombre cayó desde lo alto de una montaña. Era un escalador experiment­ado pero la muerte lo alcanzó allí, y el hombre murió congelado, bajo la nieve.

El Ser, la carne superdotad­a y única fue perdiendo el agua día a día porque no tenía boca para hidratarse y, al cabo de dos semanas, se secó como la carne de caza se seca al sol.

Tiempo después, entre los restos de pieles del laboratori­o, un perito encontrarí­a la medalla de bautismo de Madame Noël, con su nombre grabado sobre el metal: Suzanne Blanca Margarita Gros.

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Alfaguara México, 2012
248 pp.
Daniela Tarazona Elbesodela­liebre Alfaguara México, 2012 248 pp.

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