Imagen y obsesión
ARubens, el amante platónico de La inmortalidad de Milan Kundera, se le ocurre pensar que “una persona puede ocultarse tras su imagen, puede estar completamente separada de su imagen: una persona nunca es su imagen”, mientras observa la antigua foto de una mujer que toca el laúd, esa mujer que quisiera volver a ver tan solo para verificar que el tiempo aún no ha demolido su belleza. Para Rubens, aquella imagen sin cuerpo vivo contiene todo un pasado de deseo, amor y ensoñación; hay en ella un signo oculto entre la piel y lo elusivo, entre la desnudez y la memoria sensorial y quizás el sentido de su vida se halla en esa foto: reencontrarse con una mujer anhelada alguna vez le serviría para confirmar la esencia amatoria que procede de una imagen.
Una mujer, dice Javier Marías en Elhombresentimental, puede sufrir un despiadado encadenamiento de disoluciones melancólicas: una mirada triste, una frase aciaga, un sueño interrumpido por la evocación perturbadora de su imagen.
Elhombresentimental es la historia de una degradación amorosa: Manur, el banquero, compró a Natalia pensando que algún día terminaría por poseer toda su imagen pero aquello nunca sucedió. Durante un viaje a España, Javier Marías enfrenta a los Manur con un curioso personaje: el León de Nápoles, un célebre tenor que conquistará a la esposa encarcelada.
Y cuando ella lo abandona, Manur advierte que algo se ha interrumpido para siempre. No era el cuerpo desnudo de su mujer todas las noches ni el rutinario convivir cifrado en frases breves o saludos o despedidas. Manur se da cuenta que sin ella es él quien ha cambiado. Su imagen ya no puede convivir con ese cambio. Ahora es el dibujo, es la foto del tiempoperdido. Y sin nostalgia ni arrebato, sin furia ni desesperación, Manur se da un pistoletazo en el instante en que quiere reconstruir la vida rutinaria a la que, de ahora en adelante, le faltará una pieza.
Douglas Coupland se pregunta en Lavidadespuésde Dios si será posible hacernos de una imagen cuando el destino es una línea recta. Sin ironía, sin vértigo, sin altura o trascendencia, y anota: “A veces pienso que las personas que más pena me dan son aquellas incapaces de relacionarse con lo que es profundo”. Y luego: “En otras ocasiones pienso que las personas que más pena me dan son aquellas que en algún momento supieron qué es lo profundo, pero que perdieron la capacidad de maravillarse o se volvieron insensibles; individuos que cerraron las puertas que conducen al mundo secreto; o a quienes las puertas se les han cerrado por culpa del tiempo, de los descuidos y de unas decisiones tomadas en momentos de debilidad”.
Paul, el otro idealista de La inmortalidad, comenta que cuando dejamos de controlar nuestra imagen para quien amamos, cuando ya no nos interesa la forma en que nos ve, simplemente hemos dejado de quererle y eso me recuerda el parlamento que William Shakespeare puso en boca de Otelo, aquel ser atormentado por dos figuras despreciables, Cassio en su delirio, y Yago en su dolor: “Cuando deje de amarte será la vuelta al caos”. Ese caos es, precisamente, la finitud del amor, el primer paso hacia la difuminación. ¿O no es que el desorden al que alude Shakespeare consiste en extraviar la imagen primigenia?
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