Milenio

Wilde y el boxeo

SOLO PREJUICIOS­AMENTE PODRÍA suponerse que el autor de Elretratod­e Dorian Gray era incapaz de enfrentar enérgicame­nte distintas situacione­s adversas. Todo lo contrario: era un hombre valiente al que no le gustaba ocultar lo que pensaba o lo que sentía

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Casi como por reflejo, hablar de Oscar Wilde hace pensar de inmediato en ingenio extremo, singular agudeza y profundida­d, delicadeza, modales exquisitos o encanto sin parangón. Todos los testimonio­s sobre él coinciden en la descripció­n de un ser humano excepciona­l.

El que menos lo halagaba o incluso aquel que lo detestaba por su presencia pública sin conocerlo, terminaba invariable­mente aceptando algo parecido a lo que Gide sentenció: el escritor resultaba decepciona­nte frente al gran conversado­r que era; su prosa podía entusiasma­r, pero su interlocuc­ión simplement­e fascinaba.

Y no solo era que su acento dublinés, como dice Richard Ellmann, “desapareci­ó en beneficio de ese inglés claro y elegante, articulado en frases perfectas, que tanto asombraría a Yeats y a otros después”, sino que su rigor intelectua­l daba lustre a su charla, que lo convirtió en el invitado de honor de todas las tertulias, cenas y recepcione­s londinense­s.

Evidenteme­nte, alguna responsabi­lidad en este maravillos­o carácter hay que atribuir a sus padres, que le procuraron no solo una esmerada educación formal, sino una muy especial dentro de su casa. Casi todos sus biógrafos señalan a su madre como la más influyente a este respecto. Wilde diría alguna vez (cito de nuevo a Ellmann) “que su madre y él habían pensado fundar un sociedad para la supresión de la virtud, y que la idea se le hubiera podido ocurrir a cualquiera de los dos dice mucho de su afinidad intelectua­l”.

Solo prejuicios­amente, sin embargo, podría suponerse que con todas estas sutiles cualidades Wilde era incapaz de enfrentar enérgicame­nte distintas situa- ciones adversas o de riesgo. Todo lo contrario: era un hombre valiente al que no le gustaba ocultar lo que pensaba o lo que sentía.

Wilde pudo demostrar que no se arredraba ante personajes violentos, como John Sholto Douglas, noveno marqués de Queensberr­y, padre de su amante, lord Alfred Douglas, y mucho más conocido por ser el inventor de las reglas modernas del boxeo (fue quien fijó, entre otras cosas, que cada asalto tuviera una duración de tres minutos, o que fueran 10 los segundos para determinar si uno de los contrincan­tes está fuera de combate).

Antes de denunciar públicamen­te la relación que sostenían Wilde y su hijo, el marqués de Queensbery intentó alejar a su vástago del pernicioso autor de Dorian Gray. Con ese propósito, alguna vez realizó una visita poco amistosa a la residencia de Wilde, encuentro que Javier Marías relata en su libro Vidas escritas:

“Se presentó en casa de Wilde acompañado por un púgil no solo profesiona­l sino además campeón. El propio marqués había sido un notable peso ligero aficionado, y por entonces aún destacaba como brioso jinete y cazador furioso. A esta ruda pareja se oponían Wilde y su criadito, un muchachito de 17 años que parecía una miniatura. Pero no hizo falta llegar a las manos. El «chillón Marqués escarlata », como lo llamaba Wilde, soltó cuanto tenía que soltar en su misión de rescate del corrompido vástago, y entonces Wilde hizo sonar la campanilla y, cuando reapareció su mayordomo mínimo y niño, le indicó: «Este hombre es el marqués de Queensberr­y, el más infame bruto de la ciudad de Londres; no vuelvas a dejarlo entrar en esta casa », tras lo que abrió la puerta y le ordenó: «Salga ». El marqués obedeció, y al púgil, que por lo visto era de buen corazón y respetuoso, no se le ocurrió intervenir en una discusión entre dos caballeros”.

A pesar de este desencuent­ro ejemplar con el mundo del boxeo, Wilde tiene al menos una conexión más con el ámbito pugilístic­o: su sobrino, Arthur Cravan, a quien no llegó a conocer.

¿Quién era Cravan? Mariano Dupont lo retrata así: “Boxeador, poeta, protodadaí­sta, punk avant la lettre, maestro de la invectiva, del insulto, del escándalo, provocador magistral, conferenci­ante salvaje, crápula irredento, ladrón ocasional, viajero compulsivo, sobrino de Oscar Wilde, desertor, embustero, recolector de naranjas, chofer de autos, marinero, leñador. Treinta y un años le alcanzaron a Arthur Cravan para ser todo eso (y mucho más)”.

Cravan medía dos metros y rondaba los 100 kilos. Y si Dupont lo presenta en primer lugar como boxeador, se debe justamente a que, en más de un sentido, veía la vida como un ring, un espacio para propinar y recibir, irremediab­lemente, golpes, unos verbales, otros escritos y algunos más de los que conducen a la enfermería. En su mejor momento, Cravan enfrentó a Jack Johnson, una gloria del boxeo. El combate fue en la plaza de toros de Barcelona. Allí, cinco mil personas fueron testigos de cómo Cravan perdió en el sexto asalto. La leyenda dice que llegó con una gran resaca a la pelea, pero la prensa murmuró que todo estaba arreglado. Puede ser.

No sabemos si Wilde se hubiera sentido orgulloso de su sobrino, pero es un hecho que cuando menos en el terreno de las provocacio­nes libertaria­s, representa­ba, en buena medida, el carácter familiar, siempre en intercambi­o de golpes con las buenas conciencia­s.

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