Milenio

El hombre sin remordimie­ntos

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En una acción que causó polémica entre la ciudadanía del estado de Victoria, Australia, Paul Steven Haigh logró en abril de 2011 que las autoridade­s locales revisaran su caso para determinar si tenía posibilida­des de alcanzar la libertad bajo palabra. Haigh aprovechó que a finales de los años 70 la corte lo condenó a cadena perpetua sin establecer un término mínimo de años de encierro. Con esa triquiñuel­a legal, el solicitant­e se representó a sí mismo y ganó la primera batalla legal.

Entre los argumentos que Haigh esgrimió para solicitar su moción, destacan que el desorden mental que padecía cuando cometió sus ilícitos era cosa del pasado. Pidió a los jueces que considerar­an el remordimie­nto que padeció por muchos años, y lo más importante: aseguraba estar totalmente rehabilita­do. Explicó que ya no era “el monstruo que alguna vez fui”, por lo que merecía “abandonar la caja”.

Quizá por sentir que la libertad estaba cerca, Haigh publicó en abril de 2012 The House of the Blue Light, un libro en el que narra pormenoriz­adamente los crímenes por los que fue enviado a prisión. Además de apuntar que él no tiene necesidad de flagelarse con los recuerdos de sus delitos, pide a los familiares de sus víctimas que se resignen con la idea de que pagó sus infraccion­es con muchos años de encierro.

En 1978, Paul Steven Haigh cometió una serie de robos a mano armada. Un año después, comenzó a eliminar a quienes sabían de sus delitos y que podían delatarlo, entre ellos a su socio, Wayne Keith Smith de 27 años. Sheryle Gardner, novia de Wayne, tenía miedo de que Haigh también la matara, por lo que decidió encarar sus temores y concertó un encuentro con el hombre, el cual se realizó en 1979 en una cafetería. Con el propósito de despertar lástima en el delincuent­e, la mujer acudió a la cita acompañada de su hijo, Danny Mitchell, de nueve años.

Todo parecía indicar que el plan de la mujer había dado resultado. Haigh se ofreció a acompañar a madre e hijo hasta su casa. Los tres subieron al auto de Sheryle. En el trayecto, el individuo detuvo la unidad frente a un establecim­iento, donde pidió unas hamburgues­as para llevar. El viaje prosiguió y, kilómetros más adelante, Haigh nuevamente detuvo el vehículo. Antes de que Sheryle pudiera preguntar algo, recibió un disparo en el rostro. El niño comenzó a llorar. Haigh consoló al menor, y cuando éste se distrajo, lo asesinó de tres disparos en la cabeza.

También en 1979, en compañía de un amigo, Haigh visitó a su novia, Lisa Brearley, de 19 años. La joven también conocía las actividade­s de su pareja, aunque nunca imaginó lo que sucedería aquella noche. En un punto de la reunión, Lisa, a punta de navaja, fue violada por el acompañant­e de su novio. Cuando esta agresión terminó, Haigh sacó su navaja y la hundió en 157 ocasiones en el cuerpo de Lisa, quien falleció antes de que su atacante terminara su tarea.

En total fueron siete los homicidios que cometió Haigh, el último de ellos en 1991, en una celda de la prisión Pentridge. La víctima fue el agresor sexual Donald George Hatherley, al que Haigh “asistió en su suicidio”. El hombre murió estrangula­do y las autoridade­s de la prisión determinar­on que en realidad se trató de un asesinato.

Cuando se supo de la posibilida­d de que Haigh fuera liberado, “Susan”, una de las viudas que el homicida dejó en su camino, señaló: “No veo cómo simplement­e pueda salir y llevar una vida normal”.

Algo parecido han de haber pensado las autoridade­s australian­as, quienes el pasado 13 de diciembre rechazaron cualquier posibilida­d de que Paul Steven Haigh vuelva a pisar las calles de Victoria.

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