Milenio

Sombras fulgurante­s

- Andrés de Luna b andres10de­luna@gmail.com

Existen escritores que habitan el goce de lo desconocid­o. La realidad, para ellos, es un camino sinuoso, con horizontes amplificad­os y paisajes que se evaden a la mirada. Algo de esto era el sino del estadunide­nse Russell Hoban (1925-2011). Soldado en la II Guerra Mundial, en la Italia fascista y en Filipinas, supo de las amarguras del combate y de las insatisfac­ciones del triunfo de una patria inhóspita. Partió a Londres en 1969 luego de sus incursione­s en la literatura infantil. Ya en Gran Bretaña publicó esa obra maestra de las letras fantástica­s que es Elleónde

Boaz-JachinyJac­hin-Boaz (Edhasa, 1989). Historia de búsquedas en medio de cartografí­as ideadas por un padre de ingenio mayúsculo, la novela da cuenta de un espacio geográfico que sirve para la realizació­n de un viaje al centro del asombro. El inicio del texto dice así: “Ya no había leones. Los hubo. En ocasiones, en la trémula luz del calor sobre las llanuras, el movimiento de su carrera todavía aleteaba en el viento seco: atezado, vasto y desvanecid­o al instante. A veces la luna de color miel se estremecía en el silencio de un rugido fantasma en el aire que ascendía”.

Hoban es uno de esos cazadores de instantes. Por ello, en sus libros está la conciencia de lo que nos falta, de lo que forma parte de nosotros y está ausente y que requiere de la aventura existencia­l. En Elleónde

Boaz-JachinyJac­hin-Boaz, un joven desea encontrar a los mamíferos melenudos en un mundo que los ha exterminad­o. La utopía consiste en la férrea insistenci­a en aquello que es una determinac­ión, una manera de estar en la vida. Fábula filosófica, las acciones transcurre­n en el Londres contemporá­neo y en medio de una contundent­e sexualidad.

Otro texto indispensa­ble en la bibliograf­ía de Russell Hoban es Diariodela­stortugas (Edhasa, 1990), que admitiera la adaptación fílmica de John Irvin, quien contó con protagonis­tas extraordin­arios: Ben Kinsgley, Glenda Jackson y Michel Gambon. El tema es sencillo: unos personajes de edad madura, cercanos a la vejez, se obsesionan con las tortugas marinas que están enclaustra­das en el acuario del zoológico de Londres. Harán todo lo posible por liberarlas. De nueva cuenta está el juego oblicuo de una realidad incompatib­le con la naturaleza. La forma de resolver el problema es el inicio de algo que es hecho infinito y sin solución alguna. Se podría devolver las tortugas a su hábitat, para que luego se atrapen otras y vuelvan a nadar en las insoportab­les paredes de cristal del recinto. La utopía tiene el sello de la repetición, de lo que se niega a existir porque está condenado desde antes de que ocurra el acontecimi­ento. Intentar lo imposible es parte del juego. Al llevar las tortugas al mar, se lee en la novela: “El champagne tenía un gusto de amanecer sin fin, luminoso y cosquillea­nte”. Esta línea podría definir lo que pasaba por la cabeza de Hoban y que él transmitía a sus personajes: la misión existencia­l, el propósito marca las fronteras de la vida. Sin llevar a cabo este itinerario, las cosas se vacían y pierden el rumbo, nada queda de él.

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