Sombras fulgurantes
Existen escritores que habitan el goce de lo desconocido. La realidad, para ellos, es un camino sinuoso, con horizontes amplificados y paisajes que se evaden a la mirada. Algo de esto era el sino del estadunidense Russell Hoban (1925-2011). Soldado en la II Guerra Mundial, en la Italia fascista y en Filipinas, supo de las amarguras del combate y de las insatisfacciones del triunfo de una patria inhóspita. Partió a Londres en 1969 luego de sus incursiones en la literatura infantil. Ya en Gran Bretaña publicó esa obra maestra de las letras fantásticas que es Elleónde
Boaz-JachinyJachin-Boaz (Edhasa, 1989). Historia de búsquedas en medio de cartografías ideadas por un padre de ingenio mayúsculo, la novela da cuenta de un espacio geográfico que sirve para la realización de un viaje al centro del asombro. El inicio del texto dice así: “Ya no había leones. Los hubo. En ocasiones, en la trémula luz del calor sobre las llanuras, el movimiento de su carrera todavía aleteaba en el viento seco: atezado, vasto y desvanecido al instante. A veces la luna de color miel se estremecía en el silencio de un rugido fantasma en el aire que ascendía”.
Hoban es uno de esos cazadores de instantes. Por ello, en sus libros está la conciencia de lo que nos falta, de lo que forma parte de nosotros y está ausente y que requiere de la aventura existencial. En Elleónde
Boaz-JachinyJachin-Boaz, un joven desea encontrar a los mamíferos melenudos en un mundo que los ha exterminado. La utopía consiste en la férrea insistencia en aquello que es una determinación, una manera de estar en la vida. Fábula filosófica, las acciones transcurren en el Londres contemporáneo y en medio de una contundente sexualidad.
Otro texto indispensable en la bibliografía de Russell Hoban es Diariodelastortugas (Edhasa, 1990), que admitiera la adaptación fílmica de John Irvin, quien contó con protagonistas extraordinarios: Ben Kinsgley, Glenda Jackson y Michel Gambon. El tema es sencillo: unos personajes de edad madura, cercanos a la vejez, se obsesionan con las tortugas marinas que están enclaustradas en el acuario del zoológico de Londres. Harán todo lo posible por liberarlas. De nueva cuenta está el juego oblicuo de una realidad incompatible con la naturaleza. La forma de resolver el problema es el inicio de algo que es hecho infinito y sin solución alguna. Se podría devolver las tortugas a su hábitat, para que luego se atrapen otras y vuelvan a nadar en las insoportables paredes de cristal del recinto. La utopía tiene el sello de la repetición, de lo que se niega a existir porque está condenado desde antes de que ocurra el acontecimiento. Intentar lo imposible es parte del juego. Al llevar las tortugas al mar, se lee en la novela: “El champagne tenía un gusto de amanecer sin fin, luminoso y cosquilleante”. Esta línea podría definir lo que pasaba por la cabeza de Hoban y que él transmitía a sus personajes: la misión existencial, el propósito marca las fronteras de la vida. Sin llevar a cabo este itinerario, las cosas se vacían y pierden el rumbo, nada queda de él.