Milenio

En un taxi

- Laura Quiceno

Los ojos bien abiertos de alguien que acaba de recibir una sorpresa. Empieza a hablar sobre el espacio y el despegue del transborda­dor Atlantis, repite una y otra vez su obsesión por el color naranja del uniforme de despegue, hace una pausa y pasa al voyerismo satelital y la intercepta­ción de conversaci­ones de piratas en el mar del Brasil. Se detiene, me mira, simula el slang que se escucha por los transmisor­es. Sus ojos cada vez más abiertos. Tengo miedo, trato de entender cada una de sus obsesiones espaciales, por el momento parecen invencione­s de un desconocid­o. Es el trayecto de regreso a casa, el taxista no para de hablar del transborda­dor Atlantis y en mi cabeza solo están los rostros del reencuentr­o, los abrazos, las sonrisas, las lágrimas de volver a ver a los tuyos. Las luces de afuera no combinan con mi alma, la pólvora de mi ciudad en vez de alegrarme me asusta y el taxista sigue hablándome: — Al fin. —¿ Al fin qué? — Al fin llega la Navidad. Me quedo en silencio, sin ganas de hablar, mis pensamient­os se adueñan de mí. Sigo escuchando la voz del taxista como el ruido molesto que queda después de ir a un concierto.

Saco su carta: NY, 4 de abril: Tuvoz,tupiel,tusojos,extrañotum­aneradeace­rcarte a mi pecho, cuando tratabas de endulzar mis oídos. Tu silencio, necesito tanto de ese silencio cuando cierro los ojos, pero ya no es lo mismo… Todo suena en ti cuando me acerco a tu espalda, tus miedos, tus ganas de huir, tus defectos… el ruido de las cosas al existir. No pude soportarlo más. Losiento.

Muchas soledades se encuentran esta noche. Muchos recuerdos y la cercanía de un cierre de año que me marcó para siempre. El taxista enciende la radio, la música de ruta me molesta menos que su slang espacial.

Saco su otra nota: NY, 9 de julio Para ti: Lee con atención: a las 7 dela noche llega la mujer a su casa todos los días, se toma un chocolate caliente, en ciende la luz del lado dela cama y empieza a leer folletines de música de todo el mundo. Sí, es la pianista reconocida, ¿recuerdas? de la que te hable, solo cambia su rutina encaso de conciertos. Al finsé dónde guarda exactament­e las partituras, necesito que las saques todas, si necesitas ayuda de alguien(aunque no es lo mejor), te recomiendo a Otto, mi compañero del hostal (no, no te preocupes, no le he dicho nada todavía). Él puede encargarse de la pianista, si quieres, y tú mientras tan tode las notas.

Gracias por aceptar la fuga. Nome escribas, es peligroso. Se toman dos cafés. Eso de fugarse con ella, tan indecisa, tan insegura. Pero bueno, no importa, él tampoco quiere quedarse en la ciudad, ya con 28 años siente que su vida se volvió una línea en la que la rutina se confunde con la vida, sus amigos, ¿sus momentos de aventura? Las integracio­nes laborales parecen ser su única aventura. Faltan 24 horas para el hecho, no sabe si confiar en las indicacion­es de una ex estudiante del conservato­rio, algo resentida, pero nunca una asesina o ladrona. ¿Así de importante eran esas composicio­nes? Pe… —nunca ha entendido la obsesión por la música y le divierte cada vez que “la manu” habla de ella como “la pianista reconocida”, la verdad no tenía ni idea de quién era hasta que conoció a la rubia que a la segunda salida ya lo había involucrad­o en un plan del que no se quería salir porque los dos tenían solo una cosa en común: las ganas de huir.

Lista de viaje 20 galones de gasolina 16 camisas 23 faldas 15 camisetas 10 pares de tenis Colección completa del pianista Keith Jarret 10 mil dólares 5 pañuelos sin almidón Una pistola —¿Para dónde vamos?

—No sé, maneja más rápido. —¿Más rápido? — Sí, más rápido, no sea que nos arrepintam­os. —No… eso nunca. —Y… ¿dónde vamos a dormir? —No sé. —¿Y qué vamos a comer? — Cualquier cosa. —Nunca pensé que lo íbamos a hacer. —Yo tampoco, siempre encontrába­mos un motivo para quedarnos, los amigos, el trabajo, qué sé yo…

—La gente, el clima, la rutina, todo eso hace parte del pasado. —Ahora, una ciudad más bella que esa. —Nunca hubo nada nuevo allá atrás. — Caminar las mismas cal les interminab­lemente.

—Morir en la misma casa en la que naciste, como todos tus abuelos. —Y como los tuyos, una ciudad jaula. —¡Tantos años! —¿Y ahora?… Ahora… Empezar desde cero.

—Podés montar el negocio de motos que siempre habías querido y yo mi propio hostal con decoración tailandesa. Empieza el viaje. —¿Es un viaje o una huida? —Pensando en lo que pasó, creo que es una huida. —¿Seguís hablando de eso? —Sí, creo que eso nos hizo decidir definitiva­mente para irnos. —Lo teníamos que hacer. —No me metas en eso, yo no hice nada, tú lo hiciste todo. —Sí, y ¿quién me llevó y recogió ese día? —Porque vos me obligaste. —¿Te obligué? Vos sabías que era la única opción que teníamos. —No, dudé hasta el último momento. —Entonces por qué cuadraste los horarios para que ella estuviera en la casa, ¿por qué me indicaste dónde estaba la plata, las tarjetas, como presionarl­a para…?

—Porque no quería seguir en esa ciudad, porque era la única forma de conseguir el dinero, no me iba a quedar tres años trabajando en el hotel para poder largarme. Planeé, pero no fui la que…

—¡Menos mal que no nos despedimos de nadie! —Yo sí deje algunas cartas. —¿Qué? ¿Y qué tal que vengan a buscarnos?

—Tenía que dejar cartas, yo sé que no voy a volver, además no hice nada.

—Eres la cómplice, te van a juzgar igual, estamos juntos en esto.

—No, apenas van 200 kilómetros de viaje, quién sabe qué pase cuando llevemos mil. —¿Qué? Bájate ya del carro. ¡Bájate! —No. —Si me vas a dejar solo, entonces te bajas de una vez, no me importa que sean 200 o mil kilómetros.

Se escucha un grito en la carretera

— Cálmate ya, no me voy a bajar, seguí rápido, más rápido y en silencio.

—No me voy a calmar, te bajas ya, ¡siempre tienes miedo! Un día dices una cosa, el otro día otra. —¿Dejaste pruebas? —¿Cómo, pruebas? —¿Hiciste todo lo que te dije? —Sí, tome las precaucion­es. —¿Y el cuerpo? —¿Cuál cuerpo? —Pues el de la mujer. —¿Qué, cómo, qué cuerpo? Yo la amarré y ya. —¿Y no la mataste? —¡No, mujer!, cómo la iba a matar, ya tenemos las partituras y ya. —¿NO LA MATASTE? —No, no, no sería capaz. —Bájate, bájate ya. —¿Cóoomo? —Te bajas o te mato. —¿Queeeeeeee­eeé? — Ese no era el plan, tenías que haberla matado. —No te entiendo. —Dañaste el plan, dañaste la fuga. El tacómetro marca 350 kilómetros. Dos disparos en la carretera terminan este viaje; sin embargo, la música de ruta no para de sonar. —Señorita, ya llegamos —dice sonriente el taxista mientras yo sigo detenida en ese instante para siempre, miro el reloj, todavía no es medianoche, todavía no es Navidad.

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