Milenio

Cuando venga Santaclós

- Julio Pesina

Quédifícil es estarse quieto. Si tuviéramos chimenea todo sería más sencillo: Santaclós entraría sin problemas y yo no tendría tanto frío.

El otro día mi hermanita me preguntó de qué se ríe Santa. Le dije que de lo bien que lo pasa cerca de las brasas.

Una vez entré a la casa de Júnior nomás a ver qué se sentía. Pura vida. Ahí se te quita el frío; hace tanto calor que tienes que andar sin chamarra. La chimenea está en la sala, al centro de una pared de piedra que adornan rifles, cuernos de venado y la cabeza de un reno, de esos que jalan el trineo. En la sala de Júnior bien puede caber nuestra casa entera.

“¿Tienes que apagarla cuando viene Santa?”. Júnior se me quedó mirando con una mezcla de burla y pena. “No me digas que todavía crees esa pendejada”, me dijo. “Claro que no”, le dije alzando los hombros. Luego me puse a mirar la nariz de su reno. Grande y brillante, sí, pero de rojo nada.

Me sentí un poco tonto. ¿Cómo podía pensar que Santaclós debe esperar a que se enfríe la chimenea para entrar en una casa? Es más, si él necesitara de eso, jamás habría entrado a la mía.

Todavía no sé por dónde lo hace, aunque puede ser por uno de los hoyos que hay en las paredes. Una vez por ahí se metió la Muñeca, la San Bernardo de don Valente; rascó y empujó hasta derribar las tablas para ir a echarse bajo la cama de la abuela, donde parió seis perritos. A ojo de buen cubero, cuando venga Santaclós no ha de batallar más que la Muñe para llegar a mi cama. Que no me den ganas de hacer pipí; si me levanto, quién sabe si se arrepienta ya estando ahí fuera.

Hace tres años me dejó una caja. Cuando la vi se me aguaron los ojos, se me aflojó la nariz: era tan chica que ni de chiste podía ser lo que yo esperaba. ¿Cuatro canicones blancos para mí, que ni sé jugar a las canicas? Parecía cosa de burla. ¿Santa se reía de mí?

Entonces yo no sabía de cartas. Nunca había escrito una. Papá dijo que si no le escribes debes conformart­e con lo que te da. También dijo que si quería un regalo grande tenía que hacer méritos todo el año. Qué lejos se veía diciembre.

Me quedaba un consuelo: cada año a Júnior le hinchan más su colección de juguetes. En Navidad sus papás les ponen pilas y los alinean en el porche, que se llena de luces y ruidos. Entre tanto armatoste que le dan sus papás no sabes qué le trajo Santaclós.

Por culpa de don Valente a Júnior le dicen Malora, pero vaya que es un suertudo. Fregado uno que debe portarse bien. Yo digo que ese año fui un niño bueno. Acababa de entrar a la escuela y apenas empuñaba el lápiz. No sé qué puse en la carta, pero le dije a papá que la llevara al correo.

Que no era así la movida. Uno tiene que confiar en la gente que sabe. Mi padre amarró la carta al pescuezo de un globo. Me llevó a la azotea. Levantó el brazo: abrió la mano. El globo escapó zigzaguean­do como si quisiera elevarse y se arrepintie­ra . —¿Seguro que llegará? — Claro. ¿Qué pediste? —Una chimenea. Iba apenas en primero, pero creo que conté bien los días. En Navidad me desperté antes que cualquiera. La casa estaba igual de helada. Me deslicé al cuarto grande. No vi ninguna chimenea. En vez de eso había un brasero.

Que Santa no trae ese tipo de cosas, me dijo papá cuando lo desperté. “¿No te das cuenta de que no caben en el trineo?”. Rio. Le olía la boca a yuco. Me pregunté si la risa de Santa podía oler a eso mismo. Se rascó la cabeza antes de levantarse. “Ya no hagas coraje. Vas a ver que esta cosa calienta como cualquier chimenea”. No me quedé a estrenar el brasero.

Ese año le dieron a Júnior un rifle junto con una caja de postas y un mono de cartón que se hizo trizas en una sola semana. El día de Año Nuevo don Valente tocó el timbre de su casa. Le dijo que llamara a sus padres no para darles el abrazo, sino para reclamarle­s lo de la Muñeca: la pobre tenía un agujero entre las costillas.

Que si no sería una de tantas balas de la noche anterior, alegó el papá de Júnior. ¿No sabía de la seño a la que una bala caída del cielo la descalabró? Que no, que ese muchacho malora le había disparado. Había testigos.

—Ay, vecino, qué pena. Le juro que esta vez voy a darle un escarmient­o —se disculpó la señora—. ¿Cuánto le debemos? A don Valente se le ensombreci­ó más el rostro. —No, señora, no se trata de dinero. La doña puso cara de tabla. Despachó a Júnior con una sola mirada. —Entonces, ¿qué podemos hacer? —Lo que pasa es que en las tardes… Siempre había pensado que don Valente era un tipo rudo. —Cada tarde yo compraba tres bolillos: para mi esposa, para mí y para la perra. Ahora dígame usted, ¿a quién le voy a dar ese pan?

Apenas lo dijo bajó la cabeza, como si se avergonzar­a de toda esa situación. Los papás de Júnior se quedaron ahí, contemplán­dolo, hasta que optaron por cerrar el postigo.

Fueron regalos equivocado­s. Gracias al anafre mi casa estuvo caliente buen tiempo. Mamá, la abuela, mi hermanita, los gatos y yo nos acurrucába­mos alrededor. La abuela tejía mientras nos contaba cuentos. No sé qué nos daba más sueño, si sus historias o el fuego. Así lo hicimos hasta que abuelita le dijo a mi hermana que dejara de dar vueltas en el piso. Luego todo fue muy rápido. Mi papá cargó a la niña y la llevó a la puerta, mamá la bañó en alcohol, la abuela quiso darle leche, los gatos huyeron despavorid­os y yo me puse a llorar en plena banqueta.

Esa historia terminó en el hospital, donde mi hermana pasó cinco días. Luego la trajeron a casa, toda desinflada. Hoy no se anima ni a preguntar por la risa de Santaclós.

El siguiente invierno ya no tuvimos brasero, pero mis papás pusieron en el cuarto grande un pino de Navidad. Si de todos modos Santa iba a venir a la casa, qué mejor sitio que el árbol para dejarle recados. Así lo hice, y esta vez fui precavido: recorté la foto de un rifle como el de Júnior y lo puse en el arbolito. Era cuestión de esperar.

Si para algo sirve la tele es para ver que la Navidad llega a unas ciudades primero que a otras. A lo mejor Santaclós vendría más temprano si fuéramos menos pobres.

Esta vez fue papá quien se levantó primero. Cuando desperté ya estaba ahí, a un lado de mi cama, mirando el regalo. “Ábrelo”, fue lo único que dijo. Estaba muy emocionado. Yo también lo estuve hasta que abrí el regalo y me encontré una carabina que disparaba bolas de hule. ¿De qué se reía Santa? No me aguanté la rabia. —Pinche Santaclós. “¿Qué dijiste?”, gruñó mi papá (nos tiene prohibido decir palabrotas). “¡El baboso no me trajo lo que yo quería!”. Mi papá se había puesto rojo. “¿No le pediste un rifle?”. Yo hice a un lado la carabina para salir de la cama. —¡Santaclós pendejo: yo no le pedí esta mierda! Mi papá me dio primero un par de bofetones y después un sermón. Era increíble que se pusiera del lado del gordo cuando él mismo había visto la foto colgada en el árbol.

No me quedaba más que esperar otro año. Y esta vez me esmeré. He sido un niño muy bueno. He cuidado a mi hermana ahora que está malita, he sido obediente con mamá y con la abuela. A papá le he ayudado en todo lo que he podido. Me urge que sea Navidad.

Un niño bien portado si no contamos lo de hoy. Esta tarde fui a casa de Júnior a que me prestara su rifle. No pensé que siguiera tan helado aun bajo las cobijas. Y aquí estoy aguantándo­me el frío, haciéndome el dormido hasta que llegue Santaclós.

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