Milenio

La segunda cena de la señora Vass

- Alonso Cueto

La señora Amelia Vass se levantó de la silla y acomodó una de las flores en el jarrón. Había estado mirándolas durante un rato. Pensó que habían quedado bien así, separadas por una distancia proporcion­ada, los colores rojos y blancos dispersos en un orden florecient­e. Se quedó de pie. Seguía moviendo las flores. Así se verían bien. Los dedos se le habían humedecido y corrió a lavarse. Sus hijos Adriana y Félix iban a venir para la cena de Navidad, y ella había estado preparando la casa desde hacía varios días.

Eran las ocho. La hora en la que debían llegar. A tiempo para comer algo, brindar, conversar, brindar otra vez, hablar de sus hijos, de sus viajes, de sus planes para el año entrante, tomar el postre, reírse juntos, tomar el café, con un poquito de leche, despedirse, irse.

La casa de la señora Amelia era la primera escala de la noche. Luego ambos hijos iban a recalar en la casa de sus suegros para otra cena. Pero así habían quedado: antes pasarían por donde ella, para comer algo, y después donde sus suegros.

Se darían regalos. La señora Amelia tenía una camisa para su yerno, una blusa para Adriana, un libro para su nuera, un saco de verano para Félix. Era un saco que había escogido con mucho cuidado, para él.

La señora Amelia caminó por la sala. La alfombra gris, el mantel limpio y estirado, la vajilla de porcelana, las velas rojas con gruesas lágrimas de cera. Se miró al espejo. Su traje largo, el collar de perlas, los zapatos color crema. Estaba lista. Cuando sonó el timbre, supo que era su hija Adriana. Ella apretaba el timbre con un golpe corto y luego se quedaba callada.

En efecto. Eran Adriana y su marido. Los recibió en la sala. Los vio sentarse. Cómo están los niños, qué pena que no pudieron venir, dijo la señora Amelia. Adriana y su marido sonrieron. Siguieron la conversaci­ón. Hace demasiado frío para esta época del año, opinaron. Se oyó el timbre otra vez. El marido de Adriana bajó. Era Félix con su esposa, Delly.

Delly tenía las piernas largas y torneadas, era profesora de baile flamenco. La señora Amelia la saludó.

Tenía las copas de vino listas y servidas en una bandeja. Las fue pasando a cada uno de los cuatro. Por fin, todos estaban con una copa en la mano. —Salud, por todos ustedes —dijo la señora Amelia. Todos dieron un murmullo, alzaron las copas y tomaron un sorbo.

—Por usted, señora Amelia — dijo el marido de Adriana.

Cuando se sentaron a la mesa, ella fue la encargada de servir cada plato. Pavo, ensalada, puré de manzana. Trajo un postre de lúcuma. —Un poquito nomás —dijo Adriana. Es lo normal, pensó Amelia. Iban a comer otra vez esa misma noche.

—El próximo año vamos a viajar al Caribe en el invierno — dijo Félix—. El invierno aquí es insoportab­le.

—Pero vamos a estar aquí por el santo de mi madre —advirtió Adriana. —Por supuesto. —¿Cuántos cumple, señora? —dijo su nuera. — Cumplo ochenta. —Y en muy buena forma, señora.

—Te diré que no sé en qué momento he venido a cumplir ochenta años, hija. Todos sonrieron. Mientras lo veía sonreír, la señora Vass ha espiado los movimiento­s de su yerno que se sirve de la bandeja demasiado rápido, como si estuviera ávido por comer. También ha vigilado, desde que la vio llegar, el traje de su nuera que es de un rojo estridente. Por no hablar de su peinado, alto, duro y defectuoso.

Pero no dice nada, por supuesto. Los escucha. Hablan de futbol, de política, de los viajes del próximo año. De pronto se han ido. No hay nadie en su casa. Está sola y ha quedado media bandeja de pavo y bastante puré de manzana.

Entra a su cuarto. La foto de Mauricio la observa. Esta vez parece más serio que de costumbre. Escucha el silencio. Hay un estallido de fuegos artificial­es que apenas la altera. Sigue observando a Mauricio. Son las diez y media. Sus dos hijos están llegando a la casa de sus suegros, que los recibirán con los brazos abiertos.

La señora Amelia camina por la casa. Ve los cuadros, esos son los cuadros que colgó una mañana con Mauricio. Ve los libros, fue Mauricio quien los compró y los puso allí y desde entonces nadie los había movido. Vio la ropa doblada en el armario.

Da una vuelta. Llega a la ventana. Entonces ocurre algo.

La señora Vass mira hacia la cocina. Allí está María. Está lavando los platos. María vive con ella hace cuarenta años. Va a salir después, a ver a su familia. Pero antes está lavando.

Piensa en lo que va a hacer y duda un rato. Se siente extraña. Nunca había imaginado que podía decir algo así. Pero siente una urgencia. —María —dijo de pronto. La mujer volteó. —Señora. —Por favor —le dice la señora Vass. La mujer la observa. Está asustada. —Sí, dígame, señora. —¿Quisieras tomar un vino conmigo? —dijo la señora Vass—. Tenemos un montón de pavo. Y si quisieras… —Pero me estoy yendo, señora. —¿Dónde vives? —Muy lejos de aquí. Lejos. —Bueno, bueno. Entonces vamos a brindar. Vamos a comer algo. Estamos tanto tiempo juntas.

La mujer la observa. Tiene el rostro destruido por las manchas y los granos, pero a la señora Vass le parece que alguna vez fue una mujer bella. De pronto María ha avanzado, se sienta. La señora Amelia trae la botella. —¿Vives muy lejos? María no le contesta. La señora Amelia llena dos copas de vino. Por alguna razón, le parece bastante normal ver a María allí. Más normal que ver a sus hijos. —Salud, señora —le dice. Levantan la copa lentamente. Toman. Se miran. María la observa. —Nunca esperé sentarme aquí, en la sala. —¿Tienes hijos? —Sí, por su lado cada uno. No viven aquí. Las dos mujeres terminaron sus vasos. —Bueno, gracias. La dejo. —No —dijo la señora Amelia—. Quédate un rato. Otro traguito más. María se detiene. —Tengo que irme. —¿Por qué? —No sé. Me espera mi hermana. —Quédate entonces. La señora Amelia nota que está de buen humor. Y no sabe por qué.

—Bueno —dijo María—. Me quedo un ratito. Pero un ratito nomás.

—Un ratito nomás —dijo la señora Amelia, con una sonrisa. Llena las dos copas y añade: —No te preocupes que después yo lavo. María alza la copa. —Salud, señora. Pero dígame algo. —¿Qué? —¿Por qué celebran Navidad todos los años?

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