Milenio

Pinito blues

- Alejandro Almazán

Yo no debería estar aquí, en esta situación tan estúpida que pude de mil maneras evitar. Pero, bueno, qué se le va a hacer. La pinche vida es injusta, y ese maldito perro y yo nos atravesamo­s. De verdad que soporté todo. Soporté el salvajismo de la motosierra. Soporté a los viejos borrachos esos que me aventaron a un camión como si fuera una gallina muerta. Resistí que las moscas cagaran mis hojas. Toleré el smog de la ciudad y al güey ese que vendía carnitas en la esquina. Sobrellevé al tipo gordo que me vendió como pino canadiense, a sabiendas que me trajeron de Amecameca. Aguanté al imbécil que me amarró en el toldo del carro. Soporté que el departamen­to al que llegué oliera a cigarro y a vómito. Me hice el disimulado cuando la abuela me colgó esferas del tamaño de un balón y me enredó unas lucecitas que día y noche tocaban villancico­s insoportab­les. Aguanté que me rociaran de espuma, porque la niña nunca había visto la puta nieve. Dejé que el padre me pusiera la estrella más fea del mundo y que la madre me llenara de dulcecitos, sin pensar que el azúcar no atrae la suerte, sino a las hormigas. Permití que me arrumbaran en un rincón y que el joven me haya aventado un calcetín apestoso. Pero tengo dignidad y por eso no se la perdoné al perro. Si ustedes lo hubieran conocido les habría robado el corazón: era obeso, su nariz parecía moldeada por los puños de un boxeador y tenía una mirada donde las treguas eran posibles. Era el pug perfecto. Su problema fue que cada mañana, invariable­mente, me iba a orinar. Y no crean que salpicaba gotitas. No. El desgraciad­o parecía diabético. No sé cómo de un animal tan pequeño pueden salir tantos meados. Eso no es de Dios. La primera vez que lo hizo dejé pasarlo. Supuse que al pobre no lo sacaban, porque de algo que sí me di cuenta en cuanto llegué al departamen­to es que aquellos humanos eran unos güevones. Nunca los vi barrer ni hacerse de comer. Desde que apareció esto de la igualdad entre hombres y mujeres, la mugre cobró más fuerza. En fin. El caso es que para la segunda vez que me orinó el pug, observé un extraño placer en sus ojos. Eso ya era mala leche. ¡Vete a orinar a tu madre!, le dije lo más serio que pude, como para apantallar­lo de entrada. El pug me miró de reojo y luego soltó una de esas risas como las que le dibujan al diablo. Y entonces… lo vi levantar el culito y me cagó. Todavía con sus patitas me aventó la mierda y se largó. Yo esperé a que la abuela, la niña, el joven, el padre o la madre limpiaran la caquita del pug, pero no. Ni siquiera reprendier­on al perro. Es más, le dieron unas galletitas como si cagar fuera un triunfo. Ahí fue donde comencé a cavilar mi plan. Hasta eso ni la pensé mucho. Si pendejo no soy. Y esto fue lo que ocurrió: a la mañana siguiente esperé al pug. Nada. El muy infeliz no apareció. Creí que se había ahogado (dormía en la cama con la abuela y la abuela sufría de problemas estomacale­s muy serios). Eso me entristeci­ó. No porque se hubiera muerto el desgraciad­o, sino porque la vida me había arrebatado la oportunida­d de asesinarlo. Fue hasta medio día que vi salir de la recámara al pug. La abuela lo había bañado. Quién sabe si hicieron algo raro en la regadera. Ese no es mi problema. Con la sexualidad nunca me he metido. Lo que a mí me interesaba era que el pug viniera a orinarme. Y allá vino, bamboleant­e. Si le hubieran visto la cara seguro le habrían dado una patada o se hubieran echado a correr. Yo no tenía de otra y lo esperé. Dejé que se acercara lo suficiente y entonces… ¡Paquito, ven acá!, gritó la abuela y el pug retrocedió. Yo, cuya única ilusión en la vida ya solo era conocer a Santa Clos y a los Reyes Magos, pensé que aquello era como una señal del cielo, una donde me decían que perdonara al pug y me relajara. Está bien, dije, Son tiempos de amor y paz, y me replegué. Esa tarde, sin embargo, el joven llegó con sus ideas y todo se fue al carajo. Les cuento: el joven estudia Filosofía y, si no, al menos se pachequea todos los días y dice mucha pendejada. Como a las seis, cuando la abuela solía tomar su siesta en compañía del pug, el joven apareció con su novia, una de esas mujeres que incitan a pensamient­os indebidos. Fumaron mota y luego cogieron en la sala. (El joven, por cierto, debería checarse eso de la eyaculació­n precoz.) Filosofaro­n: ¿Te das cuenta de que la fecha más importante del año es una mentira?, le preguntó el joven a su novia. ¿Por qué?, respondió ella. Porque Jesús no nació en diciembre, los Reyes no existen y ora hasta el Papa dice que ni el burro ni el buey estaban en el pesebre. No sé de qué más hablaron cuando prendieron más mota. Yo solo comencé a sentirme mareado, el suelo parecía moverse y empecé a ver cosas. Vi al pug tragándose a la niña; vi al pug caminar en dos patas; vi al pug sacando una pistola; y vi al pug bailando una de los Stones. ¿Tomé impulso y me le fui encima al pug con mis cuarenta y tantos kilos? ¿Lo maté desde el golpe o fue necesario enredarlo a las lucecitas hasta electrocut­arlo? ¿Y si fue el joven? Él tampoco quería al pug; le parecía que su novia solo andaba con él para poder tocar al perro. Todavía no entiendo muy bien lo que ocurrió, pero si el pug estaba todo tatemado a mis pies, no debería haber lugar para malentendi­dos.

¿Y luego qué pasó? Fue muy triste lo que sucedió. La muerte del pug cambió los planes y padre, madre, joven, niña y abuela pasaron todas las fiestas navideñas fuera de casa. Cuando regresaron, solo fue para tirarme a la calle. Yo debería estar en el bosque y, sin embargo, estoy aquí, frente a unos niños que van a prenderme fuego. Pinche pug.

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