La muerte y el sistema
La escena siempre es la misma. El asesino lleva un arsenal portátil y dispara indiscriminadamente. Quizá mira a sus víctimas como si fueran patos de cartón en el estanquillo de tiro al blanco de una feria. La última bala es para él.
1966: Charles Whitman mató a quince estudiantes desde el mirador del campus de la Universidad de Texas. Él no pudo suicidarse, lo eliminó la policía; 2002: balaceras en una escuela californiana, en una highschool de San Diego y en la Universidad de Arizona; 2006: secuestro y asesinato de niñas de primaria en un autobús escolar de Maryland; 2007: tiroteo en el Tecnológico de Virginia; 2012: veinte niños y seis adultos acribillados en la primaria Sandy Hook de Newtown, Connecticut. A las afueras, ondea una bandera americana con una pregunta escrita: “¿Por qué?”.
En Masacre en Columbine (2002), Michael Moore lanzó una sentencia atroz pero certera: “ser joven en Norteamérica es una mierda”, y cómo negarlo, si su documental es una marcha alucinante por las tinieblas de la imbecilidad, la insignificancia y la neurosis que solo tienen como válvula de escape la realización de un acto extremo: el asesinato colectivo hecho alternativa de ascensión a la rotonda de los demonios ilustres; la gratuidad del crimen como proclama de la singularidad y el menosprecio del orden público, a través de los mitos de una población abstraída en el horror de los espejos.
MasacreenColumbine recurrió al museo de las quimeras creadas por la industria y la ideología del miedo (las fábricas y las tiendas de armas, municiones y explosivos), para desmenuzar las
marañas psíquicas del estúpido
hombreblanco, aquel que cree fervientemente que un invisible e imaginario contrincante caerá tarde o temprano sobre él, sea un negro, un terrorista, un fantasma o un extraterrestre y, para conjurar tal amenaza, es imperioso poseer un revólver o un rifle de asalto o, de preferencia, disponer de una armería para el día del supuesto Apocalipsis.
Michael Moore desentrañó el sentimiento de omnipotencia y mesianismo que contamina a los egos intrascendentes pero, esencialmente, las torceduras emocionales que proyectan las pistolas, transformadas en objetos metafóricos para
aliviar la pandemia social por cuenta propia: los mass
murderers operan, por lo regular, sin móviles concretos, sus crímenes son deliberados. Solo basta un momento de ansiedad o una crisis de paroxismo o, sencillamente, un minuto de éxtasis ambulatorio, para que borren con sendas dosis de metralla a sus dobles ontológicos.
Los mass murderers tienen un defecto: su enfoque del homicidio no proviene de una convicción o de un complejo o de una frustración intelectual, mística, afectiva o libidinal cultivada durante mucho tiempo (como sucede con el serialkiller), sino que surge de los instintos o de un repentino acto de furia.
Gus Van Sant también aportó ciertas señales sobre esta fenomenología. En su película
Elefante (2003), dos adolescentes anodinos pero con ciertas virtudes (el autor intelectual de la matanza lo mismo es un hábil operador de videojuegos que talentoso intérprete de Chopin), descargan una Uzi y un par de Berettas en las aulas, para aplacar el torrente de pulsiones que los asfi xia sin razón alguna, mientras que Nick McDonell en su novela Twelve exploró el soso estado de ánimo de la generación Columbine (en esta historia, la balacera no sucede en una escuela sino en una fiesta de teenagers), llegando a la conclusión de que, en realidad, no existen (ni son necesarias) las razones para perpetrar una matanza, ésta solo ocurre, es parte del sistema.