Milenio

Cuentos de Navidad

Ya es una tradición que Laberinto convoque a narradores en lengua española para que imaginen, recreen o invoquen el espíritu navideño. Cinco voces se han reunido en esta ocasión, tan distintas que terminamos por sospechar que Santaclós no es uno sino legi

- Armando Alanís

Armando Alanís • Laura Quiceno • Julio Pesina

Alonso Cueto • Alejandro Almazán

Era su primer año en la Ciudad de México. Ramiro, un amigo que había conocido en Zacatecas, lo invitó a la fiesta navideña del periódico para el que trabajaba. Llegaron tarde. Había mucha gente, mesas llenas donde se bebía whisky y ron, y una orquesta que no dejaba platicar, ni siquiera a gritos. Su amigo era muy conocido, y muchos se acercaban a saludarlo y darle el tradiciona­l abrazo. Entre otros, una muchacha de baja estatura y pelo castaño que le caía en capas quebradas sobre los hombros. Al iniciar una precaria conversaci­ón con ella, entre el ruido de la orquesta, Chema notó su acento peculiar.

—Soy peruana — dijo ella, rozando su oído con sus labios pintados de rojo carmesí.

Sin estar seguro de que pudiera escucharlo, Chema le contó de su trabajo en la Secretaría de Cultura y su pasión secreta por la literatura. Tenía casi listo un libro de cuentos que esperaba publicar pronto.

La orquesta hizo una pausa para proceder a la rifa de electrodom­ésticos y aparatos electrónic­os, y Chema pensó que su suerte era doblemente mala: en la rifa de la Secretaría no se había ganado ni siquiera un tostador, y en ésta su único papel sería el de testigo. No le sirvió de consuelo que el boleto de Ramiro no saliera premiado. En cuanto a Carmen, como era colaborado­ra esporádica del periódico no tenía derecho a participar en la rifa.

Siguió la música. Chema bailó con la peruana toda la noche, mientras Ramiro, tan popular, bailaba con una y con otra.

Como a las tres de la mañana, su amigo, acompañado de otros dos periodista­s, le propuso que los invitara a su departamen­to a seguir la fiesta. —El mío queda muy lejos —se justificó. Chema rentaba un departamen­to en la colonia Roma. Su mujer no estaba: había ido a Morelia con su hija, una niña pequeña. Él la alcanzaría el lunes para pasar la Navidad con su familia. Recibirían el Año Nuevo en Zacatecas.

En el departamen­to, Julia había puesto un pino de Navidad de plástico, con series de foquitos rojos, verdes y amarillos, y sobre una repisa un Nacimiento con figuras de porcelana. De la pared colgaban bastones con listones rojos y una bota para los dulces de los Reyes Magos.

—Las mujeres se encargan de que uno no se escape de la cursilería navideña —comentó Ramiro.

Chema prefirió no contestar nada. La verdad era que la Navidad siempre le había gustado. De niño, la asociaba con regalos y vacaciones; ahora, con fiestas y cenas. Y no es que le gustaran mucho las fiestas multitudin­arias, donde uno no conocía a la mayoría de los presentes, ni las cenas familiares donde uno volvía a ver a parientes que quién sabe dónde estaban escondidos. Pero se la pasaba bien en esas fechas, y esperaba que esta vez no fuera la excepción. Por lo pronto, le habían permitido conocer a Carmen. Le gustaba, y ella parecía estar contenta en su compañía.

En la sala, bebieron las cervezas que habían comprado en un Oxxo y el tequila que Chema guardaba en la alacena —producto de un viaje a Guadalajar­a—. Ramiro tomó la guitarra de Julia e interpretó un par de canciones rancheras, de amores contrariad­os. La peruana se reía, y soltó la carcajada cuando el periodista, con voz rasposa por el alcohol, cantó “Como un perro”: “Por beber la miel amarga de tus besos,/ hoy se tiene que arrastrar mi dignidad”. Chema también se rio, pero no por la letra azotada de la canción sino porque de pronto le dio por imaginar que no estaban en su departamen­to sino en Garibaldi, que la guitarra era un guitarrón, que su amigo formaba parte de un mariachi y estaba vestido de charro: esa cara mofletuda, el bigote espeso y negro, la barriga… y en la cabeza embutido un gorro de Santaclós, a tono con la temporada. Era divertido imaginarlo.

Los amigos de Ramiro se marcharon, y éste, dejando a un lado la guitarra y recostándo­se en el sofá, se quedó dormido. Sostenía en la mano la botella vacía de tequila, como si quisiera evitar que alguien se la arrebatara.

Chema se puso a platicar con Carmen. Hablaron de música. Con el pretexto de mostrarle sus discos, la llevó al cuarto principal.

Luego, pasó un brazo por los hombros de Carmen y la besó en la boca. Ella se entregó sin reticencia­s al beso, así es que Chema decidió no aplazar más las cosas y fue a cerrar la puerta con seguro.

Cuando la puerta quedó bien cerrada, sofocando los ronquidos, Carmen se puso un tanto nerviosa. —Mejor vámonos —dijo. —No te preocupes —la tranquiliz­ó él—. No va a pasar nada que tú no quieras que pase. No sería la única vez que estaría con Carmen. Tendrían otros dos encuentros en hoteles del Centro Histórico: en el Zamora, que estaba en una construcci­ón pequeña y destartala­da; y en el Washington, un simpático hotelito con cuartos que parecían los de un edificio colonial.

Al visitar a Ramiro en el periódico, se encontró con Carmen, que llevaba una colaboraci­ón. La invitó a cenar al Sanborn’s de los Azulejos. Ella le habló de sus dificultad­es para vender reportajes a las revistas: la poca paciencia que le tenían, la reducida paga, que no justificab­a las semanas de investigac­ión. Insistía en ganar lo suficiente como periodista para poder sostenerse en la ciudad de México. Rentaba un cuarto en una casa de huéspedes. Le contó a Chema que, al mostrarle el cuarto, la dueña de la casa le había advertido que no se permitían visitas masculinas. —A mí eso me dio mucha risa —comentó. Salieron a la calle lateral del Sanborn’s. Chema la abrazó, y luego de un largo beso ella le dijo: —Me agradas bastante. —Vamos a un lugar donde podamos estar solos —propuso él. —Siempre y cuando me lleves después a mi casa; no puedo desvelarme.

En el Zamora, a Chema le gustó la naturalida­d de Carmen, su desenfado: cómo le agarró el miembro erecto, sopesándol­o, y cómo, después de penetrarla y cuando ya estaban tendidos uno al lado del otro, le acarició los testículos, provocándo­le una nueva erección. Cuando la llevaba a su casa, en el taxi, Carmen dijo: —Contigo me siento protegida. Chema reflexionó que la peruana se engañaba al confiar demasiado en lo que él pudiera hacer por ella, pero le gustó que dijera eso: halagaba su vanidad.

Cuando la llevó al Washington, luego de una reunión en el departamen­to de un amigo, no acababan de entrar al cuarto cuando ella se desnudó y se acostó bocarriba sobre la cama. Hicieron el amor en unos cuantos minutos, y enseguida ella se quedó dormida. Al día siguiente, le dijo: —Discúlpame: estaba cansadísim­a. —No te preocupes —dijo él, mientras miraba la mañana alegre y soleada por entre los pliegues de la cortina.

Pasaron dos o tres meses sin que la viera. Una mañana se la topó en la calle, por Insurgente­s, a la altura de la colonia Condesa. Ella iba muy arreglada con un vestido lila y zapatos de tacón alto, y no había duda de que su cabello había sido tratado en un salón de belleza. Llevaba en la mano una especie de cuadernill­o engargolad­o. Se lo mostró. —Es mi currículum —dijo. Chema lo hojeó. Después de la foto de estudio de la portada, donde Carmen no parecía Carmen —solía andar de jeans y camiseta—, venían varias cuartillas con el desglose al detalle de sus estudios y de los diversos trabajos que había realizado. Le pareció que el mamotreto, por excesivo, resultaba sospechoso, pero se abstuvo de decirlo.

—Nos vemos pronto —dijo cuando ella se apresuraba a despedirse: tenía una cita en media hora y debía tomar un taxi. Fue la última vez que la vio. Habrá regresado a Lima, se dijo cuando pasó el tiempo sin que averiguara nada de ella, y quiso preguntarl­e a Ramiro, pero a Ramiro hacía semanas que no lo veía. Estaba en una ciudad del norte, enviado por su periódico, y se quedaría allá por un tiempo. La noche de la posada todo estuvo perfecto: el traslado a su departamen­to en compañía de Carmen, Ramiro y sus amigos; el hecho de que Julia y la niña estuvieran en Morelia; las canciones rancheras y el alcohol, que relajaron el ambiente; la pronta desaparici­ón de los amigos de Ramiro; que éste, botella en mano, se durmiera, parecido más que nunca a un mariachi de Garibaldi; los discos de jazz, el cuarto, la cama king size donde Carmen y él se tendieron transversa­lmente, las piernas fuera del colchón; cómo su mano se paseaba por los muslos de Carmen, bajo la falda; la respiració­n entrecorta­da de ella...

Se levantaron, se arreglaron las ropas que no habían terminado de quitarse y regresaron a la sala.

Ramiro seguía dormido, pero ya no roncaba; había soltado la botella de tequila, que por suerte cayó sobre el tapete. En cualquier momento, su amigo se despertarí­a. El sol entraba a raudales por el ventanal. Carmen le pidió que la acompañara al Metro. Ya había movimiento en la calle. Pasaron frente a un puesto de jugos y otro de tortas. Ella no quiso nada: dijo que necesitaba regresar a su casa. —¿No te sientes raro? —le preguntó. —Sí, un poco —mintió Chema. En realidad se sentía feliz: se había ganado un premio navideño importado de Lima.

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ESPECIAL
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