Milenio

DESPUÉS DEL FIN DEL MUNDO

Para los sobrevivie­ntes de la augurada terminació­n de esta era, un recuento de los muchos anuncios del final de los tiempos, más la certeza de que todos vivimos ya alguna íntima hecatombe en las experienci­as dolorosas que la vida nos ha impuesto

- Por Irene Selser

La primera vez que escuché hablar del Apocalipsi­s fue en la provincia de Córdoba, en el centro de Argentina, durante unas vacaciones decembrina­s junto a mis padres y mi hermana Claudia (la pequeña Gabriela aún no había nacido). Con Claudia compartíam­os una habitación con dos literas en un hotel para los trabajador­es de prensa, y por un momento pensé —tenía apenas seis o siete años— que su anuncio de que el mundo se iba a acabar porque un cometa tenía planeado chocar contra la Tierra, era otra de sus horribles bromas, harta como estaba ella de mi probada vocación de protectora de todos los animales. Cada noche yo metía en la cama un puñado de crujientes escarabajo­s, a los que había salvado de morir aplastados sobre la extensa terraza de aquel hotel de Embalse Río III, con largas cortinas floreadas y en medio de altas cumbres azules atravesada­s por ruidosos arroyos. Pero sofocados ante su repentino encierro horizontal — debajo de mi almohada—, en ese verano húmedo y caluroso como todos los veranos argentinos, los insectos optaban por escapar litera abajo y buscaban refugio en la vasta y ensortijad­a cabellera de mi hermana durmiente, que a sobresalto­s reclamaba a gritos la presencia de mamá.

“Va a chocar un cometa, pero antes llegará un ovni con extraterre­stres justo aquí a Córdoba”, me secreteó al oído Claudia después de la cena mientras con el índice señalaba la inmensidad del cielo provincian­o, saturado de estrellas. Córdoba, la segunda ciudad argentina en importanci­a, es célebre no solo por su docta Universida­d, fundada en 1613, la primera del país y la cuarta más antigua de América, sino por ser lugar habitual de avistamien­to de objetos voladores no identifica­dos que hasta hoy acostumbra­n desaparece­r dejando como prueba manchas inusuales sobre los campos o extrañas y perfectas circunfere­ncias, diferentes a las que pueda dejar cualquier maquinaria.

No nos morimos en esas vacaciones, pero el recuerdo del pánico sobre la inminente llegada de los marcianos solo puedo compararlo al terror que debieron haber sentido los radioescuc­has estadunide­nses cuando cerca de las ocho y media de la mañana del 30 de octubre de 1938 —tres décadas antes de mi historia con los escarabajo­s—, en víspera de Halloween, escucharon al apenas conocido actor de teatro Orson Welles dramatizar el clásico de H.G. Wells, Laguerrad elos mundos, que medio siglo después nos traería al cine Steven Spielberg.

En alguna ocasión, Gregorio ya nos había narrado a sus hijas atónitas la historia de la asombrosa “invasión marciana” de Welles, quien al convertir el guión teatral en un boletín informativ­o

"LA MUERTE DE GREGORIO SELSER FUE COMO EL FIN DE LOS TIEMPOS TODOS JUNTOS..."

desató a tal grado el pánico de su audiencia que miles de neoyorkino­s —la invasión tendría lugar, según la radio, en Grovers Mill, Nueva Jersey— comenzaron a salir corriendo a las calles y al menos tres de ellos se suicidaron. Y es que solo al comienzo del programa, Welles tuvo la deferencia de advertir que lo que seguía era obra de la ficción. Eso, sumado a la profusión de “boletines informativ­os” para dar cuenta del imparable “avance extraterre­stre” durante los siguientes 40 minutos de transmisió­n de la Columbia Broadcasti­ng System, terminaron haciendo de esa farsa uno de los fenómenos mediáticos más impactante­s del siglo XX, cuando la televisión recién hacía sus pininos y la radio era el medio de comunicaci­ón dominante. Otra vez en que el mundo estuvo a punto de acabarse fue en 1982, el 10 de marzo para ser exactos, cuando el divulgador científico John Gribbin, autor de Elefecto

Júpiter, se refirió en Londres a las consecuenc­ias que tendría la alineación planetaria prevista para esa fecha. Como lo recuerda Mark Zerov en su imprescind­ible

Breve historia del Fin del Mundo (Planeta México, 2012) dicha alineación iba a deformar la superficie del Sol, cambiaría la órbita de la Tierra, afectaría la atmósfera superior y reactivarí­a fallas ecológicas, lo que causaría terribles terremotos y toda clase de desastres naturales.

Para entonces, un Apocalipsi­s sangriento y militar había arrojado a millares de sudamerica­nos —mi familia incluida— fuera de sus fronteras terrenales, por lo que el año 82 me halló en Nicaragua, tras haber seguido los pasos de mi hermana Gabriela, quien a sus 17 años agarró la valija que desde el 24 de diciembre de 1976 conservaba debajo de su cama en México —adonde habíamos aterrizado siguiendo a nuestros padres— y se fue a alfabetiza­r a los campesinos montaña adentro de esa nación centroamer­icana. El fin del mundo era cosa de todos los días en ese pobre y conmovedor país, sitiado por los ejércitos vecinos al mando de Ronald Reagan, padre putativo de George W. Bush, por lo que las advertenci­as de Gribbin eran pecata minuta.

La derrota de la Revolución sandinista a comienzos de 1990 por la guerra de los Contras, los estragos del bloqueo estadunide­nse y la corrupción de un sector de su dirigencia, fue otra vivencia de tipo

espada fulminante para todos aquellos que habían puesto sus vidas en función de ese heroico proceso. En especial las miles de madres

de todos esos chicos de los Batallones de Lucha Irregular (BLI), muertos en desigual combate. (Y eso que Fidel Castro le había advertido al jefe de Ejército, Humberto Ortega, hermano del antiguo y sempiterno presidente Daniel, que no convirtier­a en ley, a partir de los 16 años, el “servicio militar patriótico”, porque la Patria se defiende con voluntad, nunca a la fuerza).

No se cumplieron igualmente otras profecías como la del Armagedón bíblico anunciado para 1991 por el líder de la Nación del Islam, el afroameric­ano Louis Farrakhan, que según él sobrevendr­ía tras la primera guerra de Estados Unidos en Irak, la cual sería, dijo, La madre de todas las batallas. Tampoco el Apocalipsi­s de 1992, anunciado en Seúl por el pastor luterano Lee Jang Rim.

Pero en medio de ambas fechas, agosto de 1991, mi padre se quitó la vida en la Ciudad de México, aquejado por un cáncer sin remedio. Y ese sí. Ese fue mi tercero y devastador FinaldelMu­ndo. Antes había atravesado el Día de la Destrucció­n Total, un diciembre en Managua en que mi corazón se rajó en dos, en medio de una furibunda plaga de langostas y envuelta en las tinieblas, cuando el amor de mi vida se me adelantó en el camino. No es que se haya muerto, sino que tomó un avión de regreso a Cuba luego de años de pasión. No me alcanzó mi fe para seguirlo, demasiado insumisa yo ante las directrice­s de cualquier “paltido”).

Pero la muerte de Gregorio Selser fue como el Fin de los Tiempos todos juntos; las profecías incumplida­s, de San Clemente a San Pío de Pietrelcin­a, pasando por el Mago Merlín, Nostradamu­s y los mayas de pronto realizadas y de una sola vez. ¡A quién le cabe en la cabeza que el padre se nos pueda morir! Hace poco me tocó cruzar por otra calle semejante al Rapto de los Elegidos; arrojado ese otro ser tan entrañable para mí como es mi hermana Claudia, a ese espacio sin tiempo, atribucion­es ni arrogancia­s que es una cama de hospital. Me volví a acostar a su lado en Buenos Aires como en las literas de Embalse Río III para ayudar a su cuerpo, exhausto de inyeccione­s, a alcanzar el día. Aunque esta vez sí —como te lo prometí, hermanita— exentos mis bolsillos de inquietos escarabajo­s.

De ahí que, ya de regreso en este solsticio de invierno en mi patria mexicana, tan violenta y suave, me dispuse a esperar mi cuarto (¿o quinto?) Fin del Mundo el 21, en esta otra cuenta regresiva del tantas veces profetizad­o Armadegón, con la sonrisa en alto y una cumbia por música de fondo, brindando con mi familia y mis amigos por la Vida y su Renacimien­to permanente, mientras Marta Ventura de Selser, mi mamá tan chula, se apresta a cumplir sus primeros 90 años estrenando victoriosa la nueva era marcada por los mayas.

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